Los miércoles, mercado, así que no dejo de darme un garbeo por el mercadillo semanal del pueblo como una costumbre para cambiar de horizonte –la playa silenciosa y el mar por el océano de mercancías y griterío- y, de paso, comprar fruta y verdura del entorno a buen precio.
Me entretengo observando a los autóctonos y a los extranjeros; los primeros, abasteciendo su despensa o su armario y los otros, los “guiris” buscando tipismo, gorras y pareos y comiendo churros asesinos a pleno sol. Sentada en un barcito con un rico cortado es imposible no pegar la hebra con otros clientes y, ya de paso, abastecer el stock de posibles “reflexiones” para el blog. Ver desfilar ante tus ojos a una muchedumbre que no te ve es cosa como para pensárselo dos veces, luego nos quejaremos de que “nos vigilan”.
De repente se da un súbito arremolinamiento del personal, algo ha pasado y para saber qué la gente se acerca y mira; en unos instantes hay una docena larga de personas alrededor de una señora de mi edad –más o menos- que empuja un carrito con una criatura de un par de años y eleva la voz en un lamento mientras hace aspavientos con los brazos. Escena congelada: todos miran el espectáculo y cómo la buena mujer va poniéndose cada vez más roja comenzando a hiperventilar sin remedio.
A ver, el curso de primeros auxilios que hice en el trabajo –cuando trabajaba- me dejó el aprendizaje de que primero de todo hay que calmar al “accidentado”, darle tranquilidad y la confianza en que va a ser auxiliado prontamente. No sé qué me dio que me levanté de la silla y me acerqué para escuchar lo que clamaba: ¡le habían robado la cartera del bolso que llevaba colgando –imprudentemente- del manillar de la silleta del bebé!
Bueno, pues no pasa nada, por favor, nada grave por lo menos, pero la buena mujer sigue angustiándose y llorando y repitiendo la cantinela: –“¡¡¡El móvil, las llaves del coche, la cartera, las tarjetas, ladocumentación…!!!!” Y cuanto más lo repetía más se acaloraba y entre grito y grito la niña pequeña –angelico, su nieta, supongo- ahí mirando a la yaya haciendo pucheros con cara de susto (el miedo y la angustia se contagian).
Le ofrecí a la señora mi móvil para que llamara a algún familiar para que vinieran a buscarla y, ya de paso, me ofrecí a llevarla en mi coche a su casa si le convenía más. Mientras le daba el teléfono, y con la mejor intención, le dije que se calmara o le iba a dar un jamacuco y habría que llamar a una ambulancia. Me miró con cara de alivio y preguntó: -¿Eres enfermera? (Y digo yo, por qué enfermera y no médico, pero en fin), así que aproveché que me lo ponía en bandeja y le dije que sí, y fue mano de santo, se fue calmando de a poquitos; lo que hace el poder de la mente, mira tú… Y los mirones que hacían corro, cuando vieron que ya se había acabado el numerito pues se disolvieron tranquilamente, faltaría más.
Ya puestas intenté hacerme la filósofa diciéndole que, afortunadamente, sólo le habían quitado “cosas” y que la niña y ella estaban perfectamente, que peor hubiera sido que les hubieran hecho daño a cualquiera de las dos para robarle. Me miró con cara de estar escuchando estupideces en un momento tan trágico, así que, en cuanto terminó de hablar con su hijo –al que había llamado entre quejidos y llantina renovada- , recuperé mi móvil, le deseé buen día y me alejé tranquilamente de la “escena del crimen”.
En realidad pensé que alguien necesitaba el dinero más que ella, ya que me convenzo de que cuando un raterillo roba lo poco que se puede robar en un mercadillo será porque está bien acogotado por la vida; seguramente hurtan para comer –lo cual es una lástima- aunque por si las moscas llevo el bolso bien amarrado.
Dicen que los problemas que se solucionan con dinero no son problemas así que deseo que todas las desgracias que me ocurran en la vida sean de esa índole. Nuestro pequeño mundo se convierte en el eje del Universo cuando nos toca ser los protagonistas involuntarios de algún suceso fortuito así entiendo que entre el pasmo, la rabia y el susto, la buena señora no estuviera para “filosofías” en zapatillas. Eso me hizo recordar todo lo (material) que en la vida me han robado y sonrío porque aquello pasó y yo sigo aquí, más feliz que una perdiz y sin sentir que he perdido –junto con las cosas perdidas- nada de lo que ahora considero imprescindible para vivir: salud y paz. Y que no falten.
En fin.
LaAlquimista
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