Salgo muy pronto de casa por las mañanas en este “mi otro mar” y, algunos días, cojo el coche. Como hoy mismo. Los turistas duermen y son los camiones de reparto los que copan las vías; aparcan en “carga y descarga” o donde les sale del mismísimo trigémino, faltaría más, están trabajando y eso les da patente de corso. Así las cosas, más vale ir con cuidado que igual voy medio dormida y ellos, los conductores/repartidores llevan ya un par de horas –y un par de cafés (bautizados o no)- batiéndose el cobre como para fijarse en si vengo o dejo de venir por la carretera a menos de 50 kms./h. como está mandado.
Gracias a que iba con cuidado y muy atenta he conseguido frenar a tiempo cuando uno de ellos se ha incorporado a la carretera sin intermitente ni mirar por el retrovisor y metiendo el turbo como si fuera una ambulancia en vez de un camión reponedor de bebidas. Frenazo y bocinazo por mi parte –o bocinazo y frenazo- y, faltaría plus, el brazo del conductor que sale por la ventanilla y me hace el gesto universal de “qué pasa, no puedes aguantarte o qué”.
Como iba a la playa a meditar sobre la inmortalidad del cangrejo he dejado que el buen hombre siguiera su camino sin despertar al monstruo iracundo que tengo en stand by desde hace varias semanas.
Pero un par de horas después, de vuelta del paseo y baño matutino, desandando el camino, en un cruce al que me incorporo con el semáforo en verde, un cochecillo pequeño –más pequeño que el mío- aparece furibundo por la izquierda después de saltarse el STOP que le obligaba a parar, mirar y luego decidir.
Volantazo, frenazo y bocinazo esta vez por ese orden. Miro a mi izquierda y veo a una mujer joven –más joven que yo- que me mira con cara de “bueno, no ha pasado nada, eh, tan amigas y tal…” Sin mirarle a los ojos le hago el gesto universal de “pasa, pasa…” y dejo que se aleje sin recibir por su parte ningún gesto de esos que nos hacemos los conductores en plan solidario o corporativista cuando nos facilitamos una maniobra.
Así las cosas, vuelvo a arrancar y, casi en primera, llego a casa, meto el coche en el garaje y decido dejarlo ahí hasta que pase la mala racha.
Quizás hoy no era mi mejor día, quizás he dormido un poco a saltos y he tenido sueños raros, quizás mi “cuerpo-dolor” está enfrentándose a una nueva crisis, como esas dolencias recidivantes que crees haberlas domeñado y un buen día vuelven a manifestarse porque no se habían curado, tan sólo adormecido a la espera de más energía negativa para recobrar fuerzas y salir a luchar y tumbar a quien se ponga por delante.
Releo con atención el libro que me ocupa estos días, “Un nuevo mundo, ahora” de Eckhart Tolle.
“El cuerpo-dolor y el ego son parientes cercanos. Se necesitan el uno al otro. El suceso o situación desencadenante se interpreta, y se reacciona a ello, a través de la pantalla de un ego altamente emocional. Es decir, se distorsiona por completo su importancia. Miras el presente a través de los ojos del pasado emocional que llevas dentro. En otras palabras, lo que ves y experimentas no está en el suceso o la situación, sino en ti. En algunos casos, puede estar en el suceso o situación, pero tú lo amplificas con tu reacción. Esta reacción, esta amplificación, es lo que el cuerpo-dolor desea y necesita, pues de eso se alimenta.”
Ahora necesito mi tiempo para dilucidar si el ego alterado y mordiente era el de los conductores que casi chocan conmigo…o el mío propio que anda un poco desorientado últimamente por aquello de que no vivo en un mundo piruleta y que a veces siento que sigo atrapada en el flujo del pensamiento y en la emoción que viene de la mano.
Por si las moscas, el coche quieto en su sitio que todavía tengo dos buenas piernas para ir a donde quiero y necesito ir.
En fin.
LaAlquimista
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