Cuando eres joven y crees, sin ningún fundamento científico que lo avale, que tienes toda la vida por delante, una se permite perder el tiempo impunemente. Un fin de semana tirada en el sofá sin asomarte a la vida, unas vacaciones de verano perdidas por tener que recuperar asignaturas para septiembre o un par de años enteros y verdaderos sin saber bien por dónde te da el viento a la espera de tener que tomar decisiones. Pérdidas de tiempo inmensas, flagrantes, irrecuperables…
Atisbar la treintena ponía los vellos de punta, algo así como verle las orejas al lobo social que te decía que tenías que formar una familia o similar, tener hijos o hipotecas, aquellas cosas que resumía mi abuela como “sentar la cabeza”.
Al llegar a los cuarenta se pasaba por una “crisis”, inventada o real, pero que todo el mundo te echaba en cara y entonces, de repente, parecía como si esa cifra fuera el ecuador vital, que a ver quién vive más de ochenta años con cierto decoro, y comenzaban las primeras dioptrías y las primeras canas, la tripa y las toses mañaneras, de repente teníamos como compañeros de cama a unos indeseables llamados colesterol, decepción o -en demasiados casos- depresión pura y dura.
Con los cincuenta vivimos los cambios hormonales y los gatillazos sexuales, las arrugas nada bellas y descubrir que todo cuesta un poquito más: levantarse por la mañana, trasegar un par de cubatas, conducir quinientos kilómetros, dormir poco o acarrear las bolsas del super en una sola mano.
Los que han coronado la sesentena con cierta dignidad cacarean -cacareamos- el estribillo de la tranquilidad interior, la paz espiritual y todos esos mantras que, de repente, se nos hacen necesarios para adornar un poco lo que ha sido una biografía con más o menos descalabro.
Un buen día se te ocurre ponerte a pensar en cuánto tiempo habrás perdido en tu vida, cuántos días, semanas o meses incluso, habrás tirado miserablemente por la alcantarilla por no haberte propuesto hacer nada con un mínimo de conciencia o fundamento; ese tiempo del que nos creíamos amos y reyes en la juventud y que sigue teniendo veinticuatro horas por día y siete días por semana…
Como cuando trabajaba y quería que pasaran rápido los cinco días laborables, sin mirarlos ni sentirlos ni mucho menos vivirlos en conciencia, a la espera -estúpida espera- de que llegara el fin de semana liberador del cansancio para…¡no hacer nada en absoluto!
!Qué atrevida -y peligrosa- es la ignorancia de lo que es la vida en realidad!
Pero, total, para cuando empiezas a darte cuenta de cómo funciona esto, ya la has gastado y/o perdido más o menos, (la vida) ya no hay nuevas oportunidades y ni aunque las hubiera, porque una se ha cansado o aburrido o simplemente decepcionado de una misma (decepcionarse de los demás es una tonterÃa que hacen quienes no se atreven a mirar en su interior) y entonces una se encoge de hombros y dice, total, para qué, y vuelve la vista hacia otro lado … y ¦sigue perdiendo lo poco o mucho que le queda de vida.
Quisiera no incluirme en la conclusión de esta reflexión, pero si quiero ser honesta ¿? mucho me temo que no me libraré…
En fin.
LaAlquimista
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