Acabo de tomar conciencia de lo poco que he reído a lo largo de mi ya más que larga vida. Fue justo a la salida del teatro, de una función de Tricicle –no es publicidad, es que tengo que contar las cosas como ocurrieron- tomando esa cervecita de confraternización y comentando la jugada de la hora y media pasada frente a un escenario. Riendo a carcajadas. Casi con calambres en el plexo solar de tanto dar rienda suelta a una hilaridad incontenible.
Inútil hablar del buen hacer de los cómicos citados (porque no necesitan más alabanzas de las que ya han cosechado), más bien la reflexión viene de la mano de la constatación de que hacía “años” que no me reía con tanta gana.
Entonces es cuando tomo conciencia de que soy más bien tirando a “seria”, de esas personas que en una reunión pueden hacerse notar porque habla mucho, pero nunca porque se ríe mucho. Mi risa, esa gran desconocida…
Recuerdo que una vez tuve un novio que se reía como un cavernícola: haciendo tanto aspaviento y ruido que yo misma se lo recriminaba; igual es que me parecía inconveniente o de mala educación o, lo más seguro, que le tenía mucha envidia por no ser capaz yo misma de desfogarme con la misma naturalidad que él. (Ya sé que no vale de nada, pero si le viera ahora lo mismo le pediría disculpas por mi cerrilidad).
¿Qué me ha coartado a lo largo de mi vida a dejarme llevar por la risa cuando esta surgía desde lo más hondo? Lo sé, vaya que sí lo sé.
No me hace falta ir a ninguna terapia para contarle a un oído poco interesado que mi infancia no estuvo rodeada precisamente de sana alegría, de esa que lleva a las niñas a corretear, gritar, cantar, armar bulla –si es eso lo que les apetece hacer-, sino que mi tiempo lejano vuelve a mí con el recuerdo del silencio impuesto. -“Calla, no hagas ruido, que tu madre está descansando”. –“No hables tan alto, no te rías, que molestas”. Y como en casa no podía, pues lo intentaba en el colegio, en la calle, en el parque, donde me desbocaba sin remedio y acababa siendo la niña medio loca que corría, gritaba, reía, saltaba y tiraba piedras a los chicos cuando estos intentaban decirme lo mucho que les gustaba por el certero método de insultarme o lanzarme un escupitajo. Lo de levantarme las faldas nunca lo intentaron, se ve que me crié en un barrio con fuertes connotaciones del sentimiento de pecado…
Que reímos poco o muy poco eso ya lo sabemos todos, que tal y como está el mundo actualmente no empuja precisamente a ningún tipo de hilaridad. Quizás es que empezamos viendo en la televisión niños muriéndose de hambre mientras cenábamos –con aquellos programas de “Informe Semanal” que abrieron la primera brecha en la conciencia colectiva del españolito de a pie- y hemos acabado por buscar nosotros mismos el morbo doliente en todas las noticias que se producen a cada instante. Como si hubiéramos aparcado la capacidad de emocionarnos con la parte bella de la vida –que la hay, vaya que sí la hay- y ya no fuéramos capaces más que de reaccionar ante el dolor, la desgracia, los cataclismos y la parte oscura del alma humana.
Y ahí ya no cabe la risa; ni para mí ni para nadie, desgraciadamente.
Como si nos hubiéramos acostumbrado a una cierta circunspección ante los acontecimientos, a limitar las efusiones de alegría –por una buena noticia en lo personal- a lo menos estruendoso posible, no vaya a ser que ofendamos sin querer al que está delante que igual no lo está pasando bien por sus propios motivos. Es como si diera vergüenza reir, casi como si fuera políticamente incorrecto hacerlo con la que está cayendo aquí y allá y por todas partes y al que se carcajea del chiste agudo o de la ironía inteligente se le fuera a mirar con malos ojos, por atrevido o inconsciente, por insolidario o egoísta…
Así que, gracias al buen cuerpo y mejor ánimo que se me quedó después de la sesión –pagada- de carcajadas en el teatro, he decidido soltar el nudo que aprisionaba mi risa. No quiero decir que vaya a ir ahora por la calle riéndome sin ton ni son, pero voy a permitir que la sonrisa con la que viajo habitualmente pueda desparramarse en risa franca si alguna situación así me lo provoca.
Igual es que, sin darme cuenta, voy ya necesitando sacar a flote a aquella niña ruidosa y alegre a la que empujaron al fondo de la piscina hace unas cuantas décadas…
Así que, de nuevo, felices los felices…
LaAlquimista
Por si alguien desea contactar:
apartirdeloscincuenta@gmail.com