Mi madre, que es creyente –además de teóloga de formación-, y que ha enarbolado durante toda su vida adulta (por lo menos la que me ha tocado compartir), el estandarte de la fe religiosa cristiana, me lo repite continuamente: en la tumba de tu padre no queda nada.
Así que, si ella lo dice, por algo será. Entonces yo misma, descreída y atea por grandes convicciones teológicas, -y porque es contundente la verdad de que “en casa del herrero cuchillo de palo”- le hago caso y paso. Paso de llevar flores al cementerio donde reposan mi padre y todo el árbol genealógico materno, paso de comer huesos de santo o buñuelos de crema o nata, paso de sentir que “tengo que” acordarme de los que se me fueron en fecha fija, vaya filfa.
Mis muertos son pocos y lejanos: mis abuelos, una tía abuela muy querida y mi padre. La familia de mi padre –extensísima y lejana- no me ha hecho llorar cuando fueron falleciendo debido a la falta de contacto habitual. Lo que me faltó de trato cariñoso me lo ahorré después en duelo sentido; no sé si es una ventaja, pero ya no tiene remedio. Así que “mis” fallecidos lo hicieron según lo esperado y deseado, es decir, después de una vida plena y larga por lo que pudieron ser despedidos con la ambigüedad que pulula entre la tristeza y la alegría… El padre de mi hija mayor se fue a destiempo y entre sufrimiento, así como un amigo del alma que no pudo disfrutar de la vida a partir de los sesenta; ellos conforman el binomio que se desmarca de lo previsto y establecido quedando todo en el orden natural de la cosa, un regalo del Universo no haber tenido que decir adiós a más gente íntima de mi edad, ni mucho menos a nadie más joven que yo.
No tengo ni idea de qué es lo que pasa después de que el cerebro se queda en off; ni me preocupa, la verdad sea dicha. No vivo pensando en beneficios futuros o castigos previsibles, pienso que lo bueno que pueda hacer en la vida es para comerlo al instante, como unos tomates ricos que hay que degustar en su punto, y que las meteduras de pata también caducan, se pudren y confunden con la tierra, en un compost anímico al que van a parar nuestros sueños rotos y nuestros anhelos abortados.
Nada importa y todo es necesario. Mi padre sigue vivo en mi corazón y no tengo que llevarle flores hoy. Sin embargo, procuro ser respetuosa con quienes convertirán hoy los cementerios en profusos jardines, rindiendo un pequeño homenaje a sus seres queridos fallecidos. Procuro incluso comprender a quienes tan sólo van UN DÍA AL AÑO a honrar a sus muertos públicamente.
Reducir el recuerdo de un ser humano amado a dos metros cuadrados de piedra y tierra no tiene sentido alguno para mí. Y si lo tiene, que baje algún dios y lo vea.
Otra cosa es que nos guste tener un sitio de referencia para identificar al ser amado que se fue, los humanos necesitamos “agarrarnos” a grandes y pequeños mitos antes de aceptar nuestra humana insignificancia. Por eso el espíritu de mi padre habita ahora y siempre en “la estrellita cariñosa”, esa luz inmensa que me saluda cada noche y que los astrónomos llaman Arturo. Buen sitio para seguir presente en mi vida y en la de mis hijas…
Felices los felices.
** A Víctor Jara se le recuerda cantando. Así debería ser con todos…
LaAlquimista
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