No creo que descubra ningún secreto si confieso que la mayoría de las mujeres y hombres de mi generación acarreamos con una inducida “moralina” que acalambra algunas reacciones naturales y obliga a actuar en contra de lo deseado por no dar la nota, por no quedar mal. Esa actitud –bastante nefasta en lo personal- lleva al individuo a activar continuamente filtros sociales que proporcionan una especie de “invisibilidad” para poder sentirse más protegido.
Hago este pequeño prolegómeno porque necesito situar en ambiente la anécdota que voy a contar, vivida de primera mano en compañía del protagonista de la misma. Quiero relatarla con cierta distancia, me gustaría evitar el juicio –ya que el prejuicio sigue agarrado a algún clavo de mi mente-; en fin, que hace ya varios días que la presencié y no dejo de darle vueltas. Luego veré si soy capaz de saber porqué.
El caso es que estaba con un buen amigo mío disfrutando de una comida casera y rural para rematar una excursión de otoño por los caminos de Navarra. Era un pequeño restaurante tranquilo y bien atendido en Leitza, una suerte haberlo encontrado. Después de las alubias, vinieron el ajoarriero y los txipirones en su tinta y ahí es donde mi amigo –que me ha dado carta blanca para contar esta pequeña historia- tuvo la mala suerte de que se le cayera del tenedor una negrísima cría del calamar, salpicándole la camisa y dejándosela como un “pollock”.
Contrariado y molesto, se levantó y me dijo que iría al lavabo a intentar arreglar el desaguisado, llevándose con él un jersey del que se había desprendido al entrar en el caldeado ambiente del comedor. Yo pensé que intentaría enjugar las manchas y tapar luego el manchurrón cubriéndose con el jersey. (Es obvio que eso es lo que YO habría hecho y por eso pensé que lo haría él). Pero cuál fue mi sorpresa cuando le veo que vuelve sonriente y resolutivo con la camisa manchada en la mano y habiéndose puesto el jersey “a pelo” sobre el cuerpo.
Se me levantaron todavía más las cejas del asombro, cuando veo que se dirige a la puerta de la cocina del restaurante y le ruega al camarero, de forma educada y amable, que le solucionen el problema limpiándole las manchas de tinta negra de la camisa.
Me quedé a lu ci na da, de verdad, jamás en la vida se me habría ocurrido esa solución a un problema que yo misma hubiese causado. Es decir, que una cosa es que el camarero te tire encima la comida y se sienta obligado a arreglarlo y otra cosa es que uno mismo se ponga el pecho lleno de “medallas” porque le ha temblado el pulso.
Mi amigo me miró extrañado a su vez por mi notorio asombro y me preguntó que qué veía yo de raro en la petición de que le limpiaran las manchas en el mismo restaurante. Yo me eché a reir a carcajadas al imaginar los comentarios dentro de la cocina… -“Mira, la mujer tan feliz diciéndole al hombre que le lavemos la camisa por no hacerlo ella”. O quizás, “Estos son un lío, que a ver cómo justifica él en casa las manchas si ha dicho que iba a un funeral”. Y así hasta cuatro o cinco posibilidades más que fuimos ambos desgranando entre risas y entrechocar de copas de vino.
Y es que mi amigo tiene toda la razón del mundo, que vamos por la vida como si no pudiéramos ayudarnos unos a otros, ocultando o escondiendo nuestras “manchas” sin solicitar ayuda cuando hace falta, con lo fácil que es pedir las cosas bien pedidas, con sonrisa amable y educación… sin presuponer que al otro lado vamos a encontrar resistencia, negatividad, mal humor o indiferencia.
Qué cierto es que las normas y reglas que usamos son quebradizas, endebles y en no pocas ocasiones, absurdas. Esa rigidez autoimpuesta que nos condena a ir por la vida como si pedir ayuda en las pequeñas cosas –y no digamos ya en las grandes- fuera algo mal visto, siempre cada uno apechugando con lo suyo, como si viviéramos en una isla de sordos, mudos, ciegos.
Con el café y los postres –deliciosos, invitadores- trajo el camarero la camisa impecable, desaparecidas las manchas y con una mano de planchado de regalo.
Ya le dije: “deja buena propina que hoy se la han ganado con un tipo como tú”.
Felices los felices.
LaAlquimista
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** Dedicado a mi amigo J.S. que tanto me enseña en los buenos ratos de la amistad.