¿Qué hacemos cuando la vida se nos desmorona y la tristeza invade nuestros días.? Esta pregunta –que no quiere ser retórica- bien merece unos instantes de reflexión.
Bien que nos gustaría contar con un “lugar” sagrado, protector, donde expresar nuestras dudas, descargar nuestras penas, gritar en silencio esa angustia que tantas veces repta cerca del corazón… Pero la vida común y corriente, el día a día, es otra cosa; un lugar donde las armaduras y corazas, los antifaces y caretas son imprescindibles para desenvolverse en el maremágnum de prejuicios, tabús –y su ración de mala fe- en que se ha convertido el patio social.
Es ahí, “de puertas para afuera”, donde ya no se cuenta nada, todo se constriñe y es el miedo al rechazo y al ridículo lo que nos impide contar íntimas penas o tristezas. Porque los rollos sentimentales no suman en positivo sino que nos van sustrayendo (o eso nos hacen creer) parte del amor propio que con tanto ahínco nos empeñamos todos en mantener bien alto.
Así que después de muchos lustros “llevando la procesión por dentro”, decidí soltar amarras y compartir con mis seres confiables y queridos el fardo de tristeza vital que me acompañaba en los últimos tiempos. Los motivos –como siempre que se sufre- son tan relativos que sería tonto contarlos aquí puesto que muchos habría que pensarían que “no es para tanto” o incluso otros podrían sugerir que “me lo hiciera mirar” por un especialista en desajustes hormonales.
Tiré por la calle de en medio y expresé cuáles eran mis necesidades anímicas en el momento del bajón general. Pedí ayuda explicando cómo me sentía, permitiéndome ser vulnerable con toda la sinceridad de que fui capaz, porque me había dado cuenta de que “haciéndome la fuerte” lo único que había conseguido –después de tantos años de “comerme con patatas ciertos marrones”- había sido fabricar unas telarañas de tristeza en mi alma y en mi corazón, o en ambos a la vez.
¿Cómo reaccionan las personas cuando les hacemos partícipes de nuestro dolor y les pedimos ayuda? Pues ni más ni menos que de la misma general manera en que reaccionamos nosotros cuando nos comparten un dolor ajeno y nos piden ayuda. Es decir, de todas las maneras posibles.
Lo comprobé a la velocidad del rayo. Hubo quien me dijo que “ya me llamaría algún día para quedar” y… si te he visto, no me acuerdo. También me sorprendió mucho un “amigo” que, ante mi llamada telefónica contándole mi aflicción, me respondió que él padecía fuertes dolores de cabeza y no era buena compañía para mí. “Lo siento”, añadió y… si te he visto, no me acuerdo. Añado en este capítulo a un familiar que me escuchó y me aconsejó tomar una medicación que “va muy bien para estas cosas”. Y termino el párrafo de las decepciones con la guinda del pastel en forma de amiga que me escuchó sin interrumpirme y cuando acabé… ¡No me dijo nada de nada! Ni “tranquila, esto también pasará”, ni un “ánimo, chica”, ni rien de rien. Como me alteró su silencio, le pregunté por qué no me decía nada y, ahí viene la perla: me contestó que cuando alguien le cuenta sus penas no sabe qué decir porque ella nunca comparte las suyas ya que le parece un signo de debilidad.
Ahí me di cuenta –por fin- del daño que nos hemos estado haciendo a nosotros mismos con ese miedo al ridículo, con ese temor a ser vulnerables, con esa pretendida –y más que falsa- dignidad de hacerse los fuertes, cuando –y de esto no se salva nadie- la condición humana nos aboca al sufrimiento ya que tenemos sentimientos que pueden ser afrentados, pisoteados o simplemente ignorados.
Saber pedir ayuda es imprescindible para el equilibrio emocional y para lograr una cierta paz interna. Porque la sorpresa buena viene de la gente con empatía, de quienes nos ven como su propio reflejo y al verse a sí mismos en la pena que relatamos se dan cuenta de que ellos también necesitan del otro y en un arranque de lógica bondadosa (o bondad lógica) nos ofrecen apoyo, cariño y ayuda para paliar la tristeza que hemos compartido.
Funciona mucho mejor de lo esperado ya que, todo hay que decirlo, era pequeña la expectativa de recibir, al lado de lo grande que era la necesidad de dejar de engañarme a mí misma con pretendidas fuerzas de cara a la galería.
Ahora sé quiénes son amigos y amigas y con quién puedo contar ante la adversidad. El resto…se ha quedado en palabras huecas o en el silencio. Así que un GRACIAS desde el corazón para quienes han querido formar la “patrulla al rescate” y ayudarme. A quienes me han ignorado con indiferencia o alevosía, nada tengo que reprocharles, sino agradecer que se hayan quitado una careta, que eso también es bueno para avanzar por la vida.
Felices los felices.
LaAlquimista
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*** Fotografía “Mujer sola” Camilla Akrans.