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Cecilia Casado

A partir de los 50

Reflexión del lunes. “Luchar, aceptar, huir”

 
La conjugación de estos tres verbos ha marcado mi vida. Son una especie de “regla de oro” que elegí alguna vez como flotador para vadear el siempre turbulento río de las relaciones humanas.
Doce años tenía cuando me metieron mis padres interna en un colegio de monjas, entre las montañas de mi tierra y lejos del mar, como intento para domesticar mi temperamento natural más que proclive a la rebeldía, la confrontación y la poca sumisión. Entre aquellas gélidas paredes de piedra aprendí que tenía tres opciones para sobrevivir: luchar contra la situación intentando cambiarla a mi favor, aceptarla con mayor o menor resignación o huir de ella.
Así que aproveché un flemón provocado por una caries para exagerar hasta lo indecible mi malestar: gritando por las noches en el dormitorio común, mostrando incapacidad para asistir a clases y rutinas religiosas y llorando muchas horas al día pidiendo que viniera mi madre a rescatarme. Luché y lo conseguí. Las monjas no pudieron ni quisieron soportarme y exigieron que la familia se hiciera cargo de su responsabilidad.
Ya en el autobús de vuelta a casa con mi madre–mi padre se negó a venir a buscarme en coche-, mareándonos en las curvas del camino, mi madre me dijo: “a mí no me engañas, mentirosa”. Y bueno, pues sí, pues eso, mentí para sobrevivir, qué delito. Comprendí que había que luchar para librarse de una situación que me oprimía o reducía mi libertad natural. Luché porque la situación era susceptible de ser cambiada, porque había una posibilidad de liberarse, porque aceptar el abandono resignado era inadmisible, porque huir con doce años no conduce a ninguna parte (buena).
Sin embargo, a lo largo de los lustros, han sido innumerables las circunstancias negativas, penosas o incómodas ante las que he tenido que mostrar una aceptación poco menos que inevitable. Léase el ámbito laboral con su correspondiente desigualdad de salarios y oportunidades para la mujer; aceptación por necesitar mantener una familia monoparental que dependía fundamentalmente de mi trabajo. Léase el ámbito social de una ciudad de provincias con sus prejuicios a machamartillo, la estrechez de mente y de miras educacionales y, sobre todo, unos convencionalismos sociales y religiosos contra los que cualquier pelea estaba perdida de antemano. Acepté porque no podía cambiar mi entorno, y no huí, ni escapé porque la necesidad de preservar la idea de cariño que creía –erróneamente- me proporcionaría el entorno familiar fue más grande que el arrojo para ponerlo todo patas arriba y escapar con mis hijas a cuestas.
Pero ahora, con tanta vida en la mochila, ya he aprendido que nada puede ser cambiado como no sea desde el núcleo más profundo de la intención individual, de la esencia del individuo. Los demás no cambian, la familia no cambia, la sociedad no cambia, los políticos no cambian. Tan sólo yo, como granito de arena en el desierto puedo cambiar mi actitud y mi forma de encarar aquello que me desasosiega o me desequilibra.
Ese cambio personal se decide por la fuerza de la propia voluntad, es un querer hacer, un trabajo íntimo que a nadie más que a uno mismo atañe y que no se comenta con nadie. Ese cambio puede llevar a la aceptación de una realidad que es inamovible y dolorosa. Aceptar que las cosas son como son y que no vale la pena malgastar fuerzas –las que vayan quedando a partir de cierta edad- en romper piedras a cabezazos o achicar el agua que inunda la barca con las manos.
Ahora me queda la huída. La “espantá” de supervivencia ante personas tóxicas que ni las vamos a cambiar ni debemos aceptarlas. El alejamiento –aunque sea doloroso- de ciertas personas que creíamos formaban parte de nuestro grupo protector o amistoso.
Como el cavernícola que huía espantado cuando escuchaba la tierra temblar por las pisadas amenazantes del mamut. Sin armas, sin cobijo, quería salvar su vida. Y eso es válido. Y justo. Hasta encomiable en los tiempos que corren, cuando parece que hay que aguantar carros y carretas en aras de la paz personal, cuando se vende la moto del crecimiento interior a costa de vomitar sobre los demás el veneno interno que, como no puede ser de otra manera, imposibilita de manera definitiva la pretendida evolución.
Ahora estoy aprendiendo a huir de aquello que me hace daño; de aquello que no he podido cambiar ni he sido capaz de aceptar. No sé si hago bien o mal, pero esa no es la cuestión. A fin de cuentas, lo que importa –lo que me importa- es tener la conciencia tranquila siguiendo mi camino sin hacer daño a nadie…y sin que nadie me lo haga a mí.
Felices los felices.
LaAlquimista
Por si alguien desea contactar:
apartirdeloscincuenta@gmail.com
** “Huyendo de la crítica” Pere Borrel del Caso. 1874

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


diciembre 2017
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