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Cecilia Casado

A partir de los 50

Mi sentido de la Navidad

 

Me crié en una familia muy religiosa marcados por el cuño de la época. Con mucha o poca fe de por medio, en casa la Navidad era la fiesta anual por excelencia; con la excusa de lo religioso por encima de cualquier otra consideración nos juntábamos a comer con la familia cercana, el día 25 de Diciembre y en Reyes. El resto, era de puertas para adentro y con más pena que gloria. El día 6 de Enero se cumplía con la tradición de los regalos, aunque de forma poco ostentosa, más testimonial que otra cosa.

Así lo hacían mis padres porque eran ellos los que marcaban el signo de la educación de sus hijos: religiosa por encima de todo y practicaban –e imponían- su particular concepto de la sobriedad que no impedía que mi madre tuviera abrigo de pieles, aunque los hijos tuviéramos que compartir una bicicleta entre tres. En casa hubo televisión en 1960, una biblioteca bien surtida, música clásica y servicio. Pero su concepto de la “sobriedad” no les permitió hallar motivo alguno para realizar dispendios consumistas, ni tampoco para aglutinarnos en una familia muy extensa (mi padre tuvo diez hermanos). Navidad y su sentido. Lo mejor eran las vacaciones escolares…

Cuando formé mi propia familia ya había dejado atrás cualquier sentimiento o inclinación religiosa; ya se sabe, en casa del herrero, cuchillo de palo.  Busqué –y encontré- mi parcela de coherencia y no bauticé a mis hijas, ergo la Navidad perdió para mí todo sentido religioso y tuve que buscarle otro para que mis hijas no fueran “las raritas” o se sintieran extrañas en su entorno social. Así que enfoqué el asunto hacia lo familiar, en intentar estar junto a la familia –o lo que quedaba de ella- organizando cuchipandas gastronómicas en casa e invitando a cualquiera que se descolgara del árbol genealógico. Y gastando dinero en regalos, no demasiados pero sí bien elegidos, para hacer a mis pequeñas un poco más felices, para “compensar” de alguna manera el divorcio, lo que se convirtió en un arma arrojadiza porque mis criaturas vivían la Navidad como el tiempo de “dobles regalos”, uno de los perniciosos efectos colaterales que viven los hijos de padres separados. Recibían presentes por partida doble, menudo chollo.

Han pasado los años y se me han perdido por el camino ideas, juicios y prejuicios, costumbres y maneras, a la vez que hay sillas vacías alrededor de la mesa. Ellas, sabias y conscientes, han elegido su camino y nada tengo que opinar ni intervenir en sus libres decisiones. Pero me quedan las mías, mi libre albedrío navideño…

Después de toda una vida luchando por ganarme los garbanzos, es decir, situando el ingreso de dinero mensual como prioridad vital, me llegó el momento –afortunadamente- de repensarme el asunto y mirar más allá del horizonte del saldo de la cuenta corriente. ¡Para qué nos vamos a engañar! Porque siempre he sido afín a ciertas “veleidades espirituales”, una especie de vocecilla interior que me decía que no todo tenía que ser pragmático en esta vida, que también había sitio para “otras cosas”. Y esas “otras cosas” han marcado mi vida –y la de mis hijas- de una manera contundente y de la que no me arrepiento en absoluto.

Apartado lo religioso –puesto que soy apóstata de hecho y la poca fe que me queda es en el ser humano-, sin interés alguno por adquirir objetos lujosos o de capricho y ahíto mi estómago de lustros de angulas y langostinos… ¿Qué me queda para celebrar la Navidad? Los seres amados, obviamente.

Así que me obligo a ser consecuente, coherente, racional y lógica, además de con dos dedos de frente y como este año mis dos hijas están en la otra punta del mapa, en vez de buscar y rebuscar, -o gimotear buscando compañía- este año me voy a ahorrar una pasta en gasto superfluo además de unas cuantas pastillas de Omeprazol.

No tengo apenas nada que celebrar, esa es la realidad, así que me quedaré tranquila con mi perrillo y tan sólo compartiré algún ágape nada escandaloso con mi pequeña familia donostiarra y procuraré hacer lo mismo que hago cualquier día en que no tengo planes con nadie: ser feliz conmigo misma, disfrutando de todo lo que tengo sin quejarme por aquello que (creo) me falta.

He acallado algunas incipientes voces que me decían: “¿!Pero, cómo vas a estar sola en Nochebuena?¡ ¡Te vienes a mi casa!”, explicando que la aceptación de la vida real, tal y como es, sin adornarla ni edulcorarla artificialmente, es un trabajo en el que estoy comprometida desde hace mucho. Ahora me toca poner en práctica las lecciones aprendidas sobre el papel, serán las primeras navidades en más de treinta años que no estoy con mis hijas…ni mi linda nietecita.

Pero como todo está en la mente –cuando no está en el corazón- sé que nada me ha de faltar…sea Navidad o mediados de febrero.

Felices los felices.

LaAlquimista

Por si alguien desea contactar:

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*** Banksy. Street art

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


diciembre 2017
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