Una de las señas de identidad que he mantenido durante unas cuantas décadas ha sido la de “vanagloriarme” de tener una mente vivaz; vivaz o despierta, ágil o comprometida, como esas personas que siempre están en varios frentes, rozando casi la hiperactividad. Saltando de la cama desde el punto de la mañana como impulsada por un resorte extraño –que no sentía como propio- que me empujaba a apurar la vida y el reloj, deprisa, deprisa, al trabajo y luego a todo lo demás: la organización de la intendencia familiar, el cuidado de las hijas, rascando cuando era posible una mísera hora diaria para algo muy necesario y personal como hacer yoga o leer o meditar sobre la inmortalidad del cangrejo. La vida más o menos vulgar y corriente de una mujer adulta casada y con hijos que intenta conciliar sus dos vidas, la personal y la profesional.
A este ritmo feroz –que todo me lo fue devorando- han transcurrido varias décadas de mi vida sin darme más cuartelillo que algunos paréntesis ociosos o vacacionales o cuando las defensas corporales bajaban como los pantanos por debajo de su mínimo necesario y se producía una especie de “sequía emocional” que afectaba a todo el “sistema de riego”. Conmociones y desbarajustes, rupturas y quebrantos, épocas horribilis y treguas suplicadas: es imposible mantener el ritmo de carrera sin sufrir luxaciones ni esguinces y en estos temas la mente y sus neuronas también tienen sus límites aunque no seamos demasiado conscientes de que las estamos poniendo a prueba.
Desde hace unos años a esta parte –y gracias a la prejubilación- mi ritmo vital (mental) ha bajado el pistón de forma descarada. Por necesidad, pero también por decisión deliberadamente tomada con absoluto convencimiento de la necesidad de “modificar la velocidad de crucero”.
Ahora voy por la vida con el paso mucho más pausado –incluso físicamente, ya no voy corriendo de aquí para allá- y me permito observar a mis congéneres cuando antes tan sólo estaba atenta a no pisar una baldosa medio suelta para no tropezar en mi andar atolondrado o demasiado veloz.
Ahí están mis amigas y amigos “en activo” con una agenda que echa humo buscando el hueco para relajarse entre tanta obligación y/o compromiso profesional y/o social. Todos los días de la semana con su cartel inamovible: los lunes esto y lo otro, los martes lo de más allá, para llegar al miércoles y su afán obligatorio, dando el salto al jueves intenso y agobiante para alcanzar el viernes, por fin, preludio de trabajos de fin de semana, de obligaciones familiares o compromisos ineludibles, arrastrándose hasta el colofón del domingo por la tarde, paradigma del sofá, mantita y series y coqueteando con el riesgo de cualquier debacle física y/o mental: un ictus, un infarto, una úlcera, un cólico, un cortocircuito en el “sistema de alumbrado”.
No parece muy práctico querer calmar la mente, quizás porque se vislumbra como un aprendizaje que se aparta del símbolo de la eficacia, como paso previo a la decrepitud del cuerpo, como desechos de la vida una vez que la vida se ha vuelto obsoleta en todos sus retos y sentidos. Sin embargo, esta es una fake news, algo que nos han hecho creer falsamente para no parar, para no aflojar, para llegar a la edad provecta siendo abuelos atómicos o profesionales que morirán con las botas puestas; un timo –como tantos otros- de quienes están más que muy interesados en que todo siga igual, al mismo ritmo frenético que impida pensar.
Porque esa es la madre del cordero: mientras se corre de aquí para allá intentando ganar dinero para comprar el próximo deseo que hay que pagar cash, no pensaremos. La mente no piensa en forma consciente cuando corre –bien lo saben los deportistas- tan sólo un piloto automático reptiliano sigue activado. Y eso es un arma de doble filo, me temo.
Ahora que puedo –y quiero- calmar mi mente me sumerjo en una nueva experiencia vital. Quizás me comprendan quienes hayan sentido la misma necesidad, y los que no, pues tampoco pasa nada…
Felices los felices.
LaAlquimista
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