Hoy celebramos el aniversario de mi hija mayor, Xixili, la primera niña de mis ojos que sigue estando en mi corazón tan presente como si no hubiera miles de kilómetros mezclándose con nuestros abrazos.
Ahora que está tan de moda entre cierto sector del colectivo materno echar pestes con fina ironía del hecho en sí de haber parido hijos, un poco como haciéndole un quiebro poco agradecido a los verdaderos motivos que cada mujer tiene para decidir en libertad tener un hijo, a mí me sale de lo más hondo algo poco correcto políticamente, que no es otra cosa que levantar mi voz a favor del privilegio que supone la maternidad para quienes así lo hemos elegido. (De la misma manera que también será un privilegio decidir no tener hijos para quien por esa opción se decante).
Tuve la discutible suerte de que no me educaran para la maternidad; ni siquiera mi madre me regaló jamás una muñeca, ni favoreció que jugara a “mamás” o leyera cuentos de hadas, por lo que crecí sabiendo ya que la maternidad sería una opción en mi vida y no una consecuencia más o menos lógica del matrimonio –para el que sí se me preparó y hacia el que sí se me condujo arrastrándome de los pelos.
Quizás por eso no pensé en hijos hasta bien cumplidos los veinticinco, quizás por eso decidí intentar ser madre cuando se me instaló en el corazón la conciencia de la posibilidad de traer a un ser humano a esta vida con el deseo de compartir el amor que me habitaba. En absoluto me movió la idea de perpetuar la especie o realizarme como mujer, idea peregrina la primera y fuera de contexto la segunda; me quedé embarazada con la única intención de dar amor y hacer feliz a otro ser humano. En realidad, la idea es buena y mejor la intención; aunque no hay que olvidar que es más que evidente que para conseguir esos fines hay varias opciones que no necesariamente pasan por la maternidad.
Jamás me he arrepentido de mi maternidad, ni un solo segundo en mi ya bastante larga vida.
Hoy recuerdo con el corazón ensanchado y mi mejor sonrisa aquel 31 de Enero que amaneció lleno de sol y emociones. Cómo sentí que venías Xixili y, en mi emoción de primeriza, nos fuimos a la clínica sin desayunar tan siquiera, para regresar a casa al poco rato con el consejo y la obligación de tener paciencia y tomarnos un buen desayuno. Eran los tiempos –aquellos años 80- en que muchas mujeres habíamos despertado a otra vida diferente llena de posibilidades en libertad, con derechos recuperados y muchas ganas de pelear por casi todo en cuanto a libertades humanas se refería. Eran los tiempos del “parto sin dolor”, adonde íbamos alegres y seguras de nosotras mismas, desechando aquellas “anestesias” para hacer cómodo el trámite del parir aunque se perdieran por el camino las emociones del mismo. Modas o costumbres, pero que nos permitieron compartir el parto con nuestra pareja, fotografiarlo incluso, con una hermosa banda sonora de fondo y la sonrisa cómplice y ayuda del ginecólogo.
Han pasado muchos años, largos y enjundiosos para ti y para mí, hija mía, y qué feliz me siento de poder mirarte a los ojos gracias a la tecnología que nos une y que ayuda a recomponer las pequeñas tristezas de la distancia.
Hoy voy también a celebrar la vida contigo. A reir recordándote que todas las emociones que conlleva tener a un bebé en brazos ahora ya las conoces tú también gracias a esa bendita criatura que habéis traído al mundo; ahora ya sabes que la emoción no tiene límite, que el corazón se ensancha y el aire nos viene lleno de vida porque basta perderse unos segundos en los ojos de esa criatura amada para sentirse intensamente feliz.
Ahora sé que entiendes y aceptas todas las “cursilerías” que os he expresado a vosotras, mis hijas queridas; ahora entiendes por qué tengo fotos vuestras y retratos por toda la casa, y sé que hoy también sonríes por tu fiesta y la de tu niña maravillosa y por la mía que es la misma, circular, profunda y silenciosa desde lo más hondo.
Mi amor como siempre, hasta el infinito y más allá.
Felices los felices.
LaAlquimista
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