Desde siempre he contado que he practicado un “feminismo en zapatillas”, de esos de andar por casa. Con poca necesidad de levantar el puño o la voz, viví mis reivindicaciones como mujer que ha buscado siempre la equiparación de derechos y oportunidades frente al paternalismo de mis años jóvenes y la condescendencia masculina generalizada de los años de después.
Aprendí lo que era el feminismo sin saberlo gracias a mi propio padre quien, con cuatro hijas en su libro de familia, nos dejó muy claro a cada una de nosotras en los albores de la adolescencia que “nos pondría a estudiar para que nunca tuviéramos que depender de un hombre”. Loable empeño -llevado a buen término- que nunca agradeceré lo suficiente.
Mi padre fue un tipo “raro” para la época que prefería tener una hija/mujer con ideas propias a una hija “a secas” como mandaban los cánones impuestos por décadas de dictadura y aceptada presión social.Él, que adoraba a su propia madre y de la que decía que había sido “una santa”, subyugada a mi abuelo; él, que adoraba a sus seis hermanas que vivieron también con sus propios yugos a cuestas, se quedó con la “espinita” de no haber tenido un hijo varón compensándola dándonos a sus cuatro hijas alas para volar. Y a pesar de que algunas las usamos para acercarnos peligrosamente al sol que podría derretirlas, él nos reconoció la voz y la fuerza que teníamos como seres humanos y como mujeres. (Como contradicción y para ampararse frente a cierto rechazo social, por otro lado puso mano de hierro –y a veces incluso oxidada- para aventar con mayor o menor acierto los prejuicios imperantes en su propia familia).
Fue entonces cuando aprendí que para “cambiar el mundo” hay que empezar desde el pasillo de la propia casa, poniendo en marcha una “revolución en zapatillas”, dando golpes y empujones al “reglamento de régimen interno” que impera en cada cocina de hogar, en cada reunión familiar, peleando –si es que hace falta pelear- por conseguir para la mujer, la abuela, la madre, la esposa, la hermana y las hijas el lugar de equiparable e inalienable derecho que todas merecemos.
Mis dos hijas son herederas directas de aquel “feminismo en zapatillas” de su abuelo, criadas y educadas a sabiendas de que no eran menos que nadie, con la conciencia demoledora de haber vivido ejemplos cercanos –y también demoledores. Mis hijas nunca me han llamado feminista, pero siempre han sabido que había dos formas de vida para las mujeres: una de realización propia y otra de “realización ajena”. Y me consta que han elegido bien.
Todavía hay muchísimas mujeres que pueden tomar conciencia de un bien entendido feminismo sin más esfuerzo que ponerlo en marcha en su propio hogar; no haciendo diferencias –por ejemplo- entre hijos varones y hembras, consintiendo que “los chicos” no den un palo al agua mientras que “las chicas” se ocupan de todo. Todavía hay reuniones familiares en las que las mujeres se levantan para servir y agasajar a sus varones mientras que estos, con cuñados añadidos o sin ellos, hablan de sus cosas mientras que las viandas van llegando a la mesa como por arte de magia. Parecería una imagen de “Cuéntame” si no fuera porque es demasiado real como para mofarse de ella.
“Feminismo en zapatillas”, hay que empezar por educar bien en casa, sin distinciones de sexo, sin privilegios ni obligaciones inadecuadas. Está en nuestra mano, en la de las mujeres que tomamos conciencia de una vez y para siempre de que hemos nacido iguales y no inferiores.
Y que queden en la trastienda las historias del chico que estudió una carrera mientras que la hija se quedó sin formación “porque no había dinero para los dos”, que quede para siempre arrumbada la fea costumbre de tantas y tantas esposas y madres que ponen palos en las ruedas del avance igualitario creyendo que hacen lo mejor que puede hacerse otorgando “privilegios de andar por casa” a sus varoncitos y levantando agravios comparativos que luego, en la calle, en la escuela y en el trabajo van a perpetuarse como algo aceptado, como algo común y corriente que “en todas las casas ocurre”.
A veces hay que salir a la calle a gritar para que se escuche la voz frente a la injusticia y la desigualdad; pero la mayoría de las veces bastaría con que de puertas para adentro tomáramos conciencia –las mujeres y los hombres- de que los valores humanos no tienen identidad de género sino que nos acogen a todos por igual.
Felices los felices.
**(Recién llegada del viaje por India. ¡Como para hablar de feminismo en otros lugares del mapa!)
LaAlquimista
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