He regresado de un viaje a India aterrizando en mitad de las manifestaciones y celebraciones del 8 de Marzo. Revuelta occidental, protesta occidental, hilando demasiado fino si comparamos los derechos que hemos conseguido las mujeres de esta parte del mapa con lo visto en Rajastán, norte de India.
A medida que van reposándose las vivencias que se me han clavado en la mochila donde guardo lo que me impacta y me obliga a reflexión, me voy dando cuenta de que me resulta un poco absurdo compartir aquí las fotos donde salgo “típicamente” vestida a lo indio o las hermosas postales que saqué de algunos monumentos conocidos mundialmente. (Ya sé que “conejito viajero” ha hecho de las suyas en un post, vanidades que no son únicamente humanas).
Creo que no voy a compartir todas mis fotos porque estas no reflejan el sentimiento que llevé por dentro; tampoco me extenderé en anécdotas –más o menos conocidas por repetitivas- sobre un país donde siguen impunes los abusos cometidos por grupos armados silenciados por los medios.
Apenas me motiva recordar el esplendor del reino mogol cuando sé que la explotación infantil se tolera y se fomenta LEGALMENTE para beneficio occidental y donde el 36% de niños y niñas menores de cinco años tiene un peso inferior a lo normal (estadísticas del propio Gobierno indio).
Tomo conciencia de que soy una vulgar turista occidental mirando con la displicencia requerida la violencia existente entre comunidades religiosas y étnicas (ay, la religión, cuánto daño hace bajo su manto inocente); tengo conciencia también de que los musulmanes son oprimidos y atacados (noticias de Rajastán) por la cuestión de la “protección de las vacas”. No lo tuvieron mucho mejor los estudiantes africanos de raza negra atacados en la provincia de Uttar Pradesh.
La falta de libertad de expresión probablemente censuraría este post en cualquier periódico indio tal y como sigue atacando a los defensores de los Derechos Humanos que intentan –de manera agotadora, pero continua- mantener la dignidad de un pueblo que no es respetado por sus gobernantes.
No sigo. No he ido a visitar India como “observadora” sino como turista. Pero no me han dejado serlo. A pesar de los esfuerzos del guía contratado, un hindú con licenciatura universitaria, no sentí en ningún momento que la vida fuera de color de rosa, ni siquiera rosa muy pálido. Mis ojos siguieron viendo lo que se mostraba sin rubor alguno: miseria en las calles, donde familias viven, habitan, cocinan, duermen, en pocos metros cuadrados, a la intemperie, bajo la polución abrasadora de la capital de la nación, pero bien cerca de grandes casoplones protegidos por vallas, policías privados, cámaras de vigilancia.
Creo sinceramente que la India que se ofrece al turista es de cartón-piedra aunque haya estado de visita durante dos días en un Centro de Acogida de niños huérfanos o abandonados donde me vendieron la experiencia de un “turismo alternativo” y donde pasé a no tener sábanas y dormir en una cama dura como la piedra, donde comimos sentados en el puro suelo, sucio porque nadie se brindaba a barrerlo, donde convivimos con la “realidad” en vez de descansar en hoteles “con encanto” de la época colonial, con fuentes en el patio, flores cuidadas cada día y aire acondicionado. También hay empresas “con conciencia para viajeros con conciencia”, pero que en el fondo siguen siendo un negocio, con un debe y un haber que tiene que dar beneficios a costa del turismo –qué manera de anestesiar conciencias.
Me llevaron en un Toyota con aire acondicionado a recorrer cientos de kilómetros de una ciudad a otra, (Udaipur, Bundi, Pushkar, Jaipur, Delhi) de un palacio a un templo, siendo en todas partes una especie de “mono de feria” donde hombres, mujeres y niños sin distinción, se empeñaban en fotografiarse conmigo, “selfie, selfie”, pedían, sorprendidos no sé muy bien si por las ropas occidentales –pantalones, camiseta, gafas de sol y gorra- que ellos probablemente relacionaban con algo pintoresco; y ya que iban luego a pasear mi foto por todas partes yo también aprendí a pedirles selfies a cambio y por eso tengo instantáneas con mujeres musulmanas en burka, mujeres hindúes en sus mejores galas, niños y niñas de inmensos ojos perfilados de kohol y algunos chicos jóvenes que me pasaban el brazo por los hombros mientras se fotografiaban a mi lado. No entendí nada. O quizás sí, entendí demasiado…
El guía-acompañante se preocupaba en todo momento de que a su pequeño rebaño de cuatro mujeres españolas no les ocurriera nada perturbador (perturbador para él, claro). Así que metía miedo continuamente: que si no salgáis por los alrededores del hotel que hay una mezquita cerca, (¿?) que si no os acerquéis a los monos que son agresivos, que si mejor cenar en el hotel y no andar solas al atardecer que es muy peligroso y así todo el rato, proyectando su miedo e inseguridad sobre nosotras y separando su interés de nuestros deseos. Muchas compras, muchas; bazares y mercados, en “fila india” detrás del hombre que nos “protegía”, aunque él nunca supo lo que yo pensaba de su paternalismo disfrazado de profesionalidad. (O de su inevitable profesionalidad paternalista).
En las largas conversaciones mantenidas con él nos ilustró sobre el matrimonio entre hindúes, acordado entre familias hoy en día incluso entre universitarios –como era su caso personal; nos confirmó que la mujer sigue teniendo que aportar una dote, irse a vivir con la familia del esposo y ponerse –aunque lo quieran disimular- bajo la férula de la suegra y de las demás mujeres de la familia política. También nos demostró que les importa el dinero y mucho. Que el color de la piel es tan importante como el bienestar material y el estatus económico y aunque aseguran que las castas ya no existen el pueblo llano es decir, el 95% de la población- no deja de tenerlas en cuenta. Es asunto hindú –no de musulmanes ni de budistas, los grandes disidentes. En la cima de las castas están los sacerdotes, seguidos de los militares y políticos. En tercer lugar se sitúan los comerciantes y artesanos; en el cuarto puesto están los obreros y campesinos, para terminar con los tristemente famosos “parias o intocables”. Creo que los “invisibles” ya no existen, algo es algo.
Obviamente este funcionamiento se niega a nivel oficial, pero es algo parecido a lo que hacemos en nuestro país cuando “negamos la mayor” diciendo que oficialmente no hay diferencias entre hombres y mujeres ni existe la desigualdad social. Un cuento chino; perdón, un cuento indio. Por cierto, que lo de la división de las castas suena un montón a algo conocido… ¿a que sí?
Cuando viajamos de Delhi a Udaipur en un tren inclasificable, esperpéntico y surrealista, en un trayecto de doce horas que fue como ir en avión con continuas turbulencias, vimos la realidad de la sociedad india, mezclada a barullo en los largos vagones, donde nos metieron miedo (que si hay que atar las maletas con cadenas para que no las roben mientras se duerme), una realidad que queda mucho más allá de cualquier folleto de agencias de viajes. Fue como en las películas, lo puedo asegurar, pero no como en las de Bollywood cuyos guiones anestesian y fascinan a millones de indios que las adoran y devoran soñando con una ficción imposible de mantener en la vida real. Es la “nueva religión” india, no nos hacemos ni la más mínima idea del impacto social que tienen esas películas donde las situaciones relatadas son –a ojos de cualquiera con dos dedos de frente reales- irreales, imposibles y adocenadas.
O vas a India con mente abierta y ojo crítico o no vas a poder enterarte de nada más allá de fotos con palacios de mármol al fondo o comidas picantes que revolucionan el estómago occidental. Y creo que yo me he enterado de más de lo que estaba preparada para gestionar con tranquilidad.
Me estuve preguntando durante dos largas semanas cuál era el motivo por el que había viajado a India esta segunda vez. Aún no lo sé, pero una querida amiga quizás me dio la solución cuando me recordó una hermosa y bonita frase de Antonio Blay:
“No vemos que crecemos; vemos que hemos crecido”
Pido disculpas si decepciono a alguien con este fallido “Carnet de Voyage”.
Felices los felices.
LaAlquimista
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