Recuerdo aquella vez que fuimos de vacaciones una semana a Tenerife, en los tiempos en los que las previsiones meteorológicas eran imprevisibles –más o menos como ahora pero sin la coartada de Internet- , y tan sólo hubo un día en el que las nubes cerraron el grifo pero no se fueron y ni siquiera pudimos subir al Teide; mi pareja de entonces se pasó los siete días refunfuñando mañana, tarde y noche por culpa no de las isobaras sino de su especialísimo mal carácter. Aquellos días lluviosos me sirvieron para conocer la cara oculta de una persona aparentemente amable que no supo –o no pudo- disimular su airado temple.
Viene a mi mente aquella situación cuando llevo tres días de descanso en medio de la naturaleza de Aquitania de los cuales los dos últimos –y al parecer los siguientes por venir- se han visto decorados con una pertinaz lluvia. Mi gozo en un pozo y valga el símil acuoso. Los bastones de marcha nórdica se tornan inútiles, la mochilita para cargar a Elur carece de sentido, las ganas de respirar aire de pino, de despeinarme con viento de la mar salvaje o caminar por alguna duna quedan prisioneras dentro del pequeño chalet que nos cobija.
Uno sigue confiando en que haya un error cuando dicen que viene una borrasca, que pasará de largo o tan sólo percibiremos un coletazo; uno se inventa una realidad paralela en la que vivir un rato mientras vienen mal dadas, como haciéndole un corte de mangas a la Ley de Murphy que no falla, nunca falla, y que nos pone frente al amargo espejo de lo que es la vida, con sus altibajos, cansancio, frío, lluvia, aunque en el calendario pinte primavera y algunas flores del jardín bosquejen ya sus colores.
Aceptar lo que no puede ser cambiado, LO QUE ES por encima de todo, una esencia personal, la fuerza suprema de la naturaleza que no atiende a deseos ni peticiones, la fuerza superior de la vida que se burla de nosotros con media sonrisa cuando nos ve luchando contra la inevitabilidad de una fuerza superior, lejana, imposible de controlar.
Porque eso es, al fin y al cabo, lo que nos gustaría hacer, poder controlarlo todo, lo que nos depara la vida, el camino que llevan las nubes y el tiempo que tardarán en alejarse y dejarnos el panorama despejado, cómodo y fácil para no tener que cuestionarnos tan siquiera el trabajo de aceptar que llueve cuando creemos que necesitamos ver el sol.
En vez de enfadarme con los elementos agradezco mis botas impermeables y el abrigado chubasquero; le explico a mi perrillo que hoy tampoco puede venir conmigo, pero que le dejo en un rincón calentito de la casa para que él también se avenga a no refunfuñar por haber perdido el control sobre lo que es la vida, esa cosa que pretendemos manejar, tener enfilada por el mejor camino posible, al abrigo de ventoleras y chaparrones y que, como si no lo supiéramos, está expuesta a todos los vaivenes del precario equilibrio en el que el Universo nos obliga a vivir.
Ayer llovió, hoy también, y seguramente mañana lo haga. Pero estamos vivos y quizás esta bendita lluvia –tan necesaria por otro lado- nos esté ofreciendo la oportunidad de aprender el difícil arte de la aceptación ante lo inevitable, la humilde conformidad con lo que es de una manera y no puede ser de ninguna otra y, sobre todo, haga florecer en ese interior nuestro tan poco “regado” un pequeño brote de esa sabiduría que tienen –sin saber acaso que la poseen- las personas felices consigo mismas y que saben seguir estando tranquilas aunque las cosas no salgan como les gustaría que salieran.
El refunfuño me ha durado treinta minutos, los justos para escribir este post y darme cuenta de que estaba a punto de desperdiciar una semana de vida…
Felices los felices.
LaAlquimista
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