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Cecilia Casado

A partir de los 50

Elur, mi perrillo, mi ejemplo.

elur-parque-marzo-2017

 

Dicen los que dicen que saben que un año canino equivale a siete años humanos. Puede que sea cierto, pero tirando de calculadora, si un perro vive 15 ó 16 años serían bastante más de cien años humanos, así que no hago mucho caso porque no me conviene.

Mi perrillo Elur acaba de cumplir 11 años y no son 77 ni por el forro. Que esté enfermo desde hace mucho tiempo no parece preocuparle demasiado; él se toma su medicación religiosamente envuelta en rico paté perruno y sigue persiguiendo los maravillosos efluvios de las hembras caninas del barrio como si fuera un jovenzuelo; come como un chicarrón lo que le echen en su cuenco: pienso industrial, lentejas, vainas, garbanzos y pisto. Y tortilla francesa, guisantes con jamón, caldo de pescado y fruta, mucha fruta. Luego duerme como un señorito siestas de cuatro horas.

Su limitación es motriz a todas luces; no corre apenas y saca la lengua jadeante si le hago andar más de la cuenta. Ya no puede subir ni bajar escaleras, mucho menos al sofá de la sala, pero su actitud no es quejicosa sino que se adapta a sus posibilidades practicando la ley del mínimo esfuerzo –actitud típicamente humana, por otro lado.

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Gracias a Elur, este bonito bichón maltés “heredado” de mi madre –quiero decir que ella “me lo endilgó por no poder atender”-, he aprendido a amar a los perros, especie por la que jamás había tenido la más mínima inclinación. Gracias a Elur he hecho muchos amigos porque los dueños de perros nos saludamos por la calle –aunque no nos conozcamos de nada- tan solo por el hecho de tener algo en común: un perro.

Esta es una de las peculiaridades humanas que más me ha llamado la atención en relación al trato con los animales; es decir, que yo estoy en el parque con mi perrillo y aparece en lontananza una persona con su perro y Elur alza las orejas, se para, olfatea presto a saludar, su cola blanca se acciona automáticamente en un vaivén amistoso y ya está: el otro perro hace lo mismo, se acerca, se miran y SE SALUDAN. Lo que me hace pensar que existe más “educación natural” y sobre todo más reconocimiento entre los cánidos que entre los humanos.

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Ellos se huelen –que es su lenguaje- y deciden si se caen bien o no y ahí puede empezar un romance, una amistad para toda la vida o simplemente un saludo de circunstancias y cada uno por su lado. Mi perro me obliga a acercarme a las personas que a su vez pasean un perro y entonces, nosotros, los humanos, por no ser menos que los cánidos, también nos saludamos, nos sonreímos y, como no nos olemos, hablamos.

Muchas –y algunas muy buenas- son las relaciones personales que he emprendido desde que Elur “me saca a pasear”. Y esto es lo que me hace reflexionar y me tiene un poco mosqueada desde hace ya años.

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¿Por qué los humanos nos saludamos, perro interpuesto, y si no ni nos miramos a la cara? Es obvio, que es porque nos descubrimos con “algo en común”, un interés compartido que nos atrae, pero cuando van dos mujeres empujando un carrito de bebé –por poner un ejemplo- no se paran a hablar ni a comentar las cualidades de las criaturas, si acaso se lanzan una mirada de soslayo, con sonrisa o sin ella.

Cuando bajo al parque sola con Elur, sé que me están esperando un par de docenas de personas que están en disposición afable a hablar conmigo, que me harán sitio en su banco y se interesarán por mi perrillo al verlo tan guapo, pero con su andar desacompasado y sus evidentes temblores. Cuando paseamos tranquilamente por cualquier lado –él y yo- nunca nos sentimos solos porque siempre nos vamos a cruzar con otra pareja parecida a nosotros: un perro tirando de un humano y van a haber unos instantes de interacción.

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Y esto es lo que me gusta y a la vez me fastidia, que no seamos capaces los animales bípedos de comunicarnos con los de nuestra propia especie si no es dentro de parámetros preestablecidos y delimitados. Ni siquiera en los lugares donde nos reunimos en cantidad nos dirigimos la palabra: en una conferencia, a la entrada del cine, en el entreacto del teatro, en una terracita al sol, en un banco a la sombra, en la playa, en los jardines para reposar, en las tiendas o mercados. Nos cruzamos en manadas, en grupos de cientos y ni nos miramos. Nada. Tan sólo “meneamos la colita” cuando alguien nos gusta especialmente o queremos sacar un beneficio de la interacción.

Sé que cuando Elur ya no esté conmigo… lo echaré en falta por muchos más motivos de los que soy capaz de imaginar ahora. En realidad ahí está la lección que creo que debo aprender antes de que sea demasiado tarde…

¡Felicidades, Elur, por muchos y felices años conmigo todavía!.

LaAlquimista

Por si alguien desea contactar:

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Fotos: Cecilia Casado

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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