*** Joaquín Sorolla. “Paseo por la playa”
Mi madre y mi abuela se ufanaban de tener la piel blanca, muy blanca. Eran tiempos en los que la piel morena –que no bronceada- significaba baja extracción social. Y no lo digo yo, sino que era así; recordemos a las señoras con pamela y sombrilla, bien protegidas de los rayos solares, de los cuadros de Sorolla.
El caso es que mientras por un lado hacíamos alarde de piel blanca –otra variante del racismo bien definida- la sociedad de mediados del siglo pasado empezó a valorar el bronceado sobre la piel como un signo más de esnobismo frente a la penuria general de la época; una especie de afrenta al campesino o pescador que trabajaba a pleno sol y que observaba estupefacto a los “señoritos” quemándose por el puro placer de quemarse.
Curiosamente, hoy en día, pese a quien pese y aunque se niegue la mayor, quienes tienen por genética la piel morena tienen que luchar contra prejuicios generales y la estulticia individual de muchos gobernantes y jerifaltes que siguen desafiando al mundo tras su piel blanca o sus cabellos rubios y que envían un mensaje racista a la población que les escucha estupefacta (o no).
Yo también quise durante muchos años “estar morena”, y como yo, toda una generación que se reprodujo y creó otras generaciones que siguen queriendo broncearse para “sentirse mejor”. Hacíamos barbaridades –y se siguen haciendo, pero por otros métodos más sofisticados tecnológicamente. ¿Alguien recuerda aquella “crema de la vaca”, una grasaza infame que se comercializaba para “freirse” literalmente al sol? Mi madre me prohibía acentuar el proceso, pero yo quería ser igual que todas y quemarme lo que hiciera falta, y si no me daba dinero para comprarme un aceite bronceador, pillaba de la cocina el que podía, lo metía en un frasquito pequeño y ya está: a la playa a ligar bronce.
Es curioso, la de broncearse es una moda perdurable, se transmite de madres a hijas –los hombres también la siguen, quién lo duda- sin solución de continuidad y a pesar de los efectos devastadores de las queratosis actínicas, los carcinomas y el melanoma. Cuando observo las manos llenas de manchas en la piel de gente de mi edad, soy muy consciente de que esas manchas son quemaduras, no son “signo de la edad”.
¿Cuánta gente muere antes de lo debido gracias al cáncer de piel? ¡Muchísima! Pero da igual, “de algo hay que morir” –que decía aquel y repetíamos todos-, y se aplica esta insolencia a cualquier veneno que perjudica la salud y acorta la esperanza de vida. Tabaco, alcohol, drogas duras o blandas, adicción al trabajo, estrés galopante, mala nutrición, arterias obturadas, nervios disparados, corazones fatigados… ¿qué no ayuda a superar la infelicidad aunque nos acorte la vida?
Luego vienen los filósofos de pacotilla –primos hermanos de los filósofos en zapatillas- a decirnos que para qué privarse de lo que nos da gusto si al final es parca condecoración ser el más sano del cementerio… Y lo veo muy bien, allá cada cual con lo suyo y su forma de patearse el currículum, pero lo que más gracia me hace es que por un lado hablen de vida sana y por otro vendan los venenos que la estropean para, al final, poder lucrarse con el alto precio del antídoto.
Me pregunto por qué las madres y padres protegemos la piel de nuestros hijos y quemamos impunemente la nuestra; o ese cuidado en que no respiren aire viciado mientras nos vamos a fumar al balcón. Sin omitir los “alimentos sanos” que les damos mientras nos atiborramos de nuestra (insana) comida favorita o despachamos impunemente el enésimo gintonic.
Hoy mismo me lo decía una (amable) vecina en el jardín al observar mi cuerpo con poca ropa –lo justo para bañarme en la piscina. –“¡Pero qué blanca estás!” y yo le he respondido con mi mejor sonrisa y sin atisbo alguno de ironía: -“¡Claro, porque soy de raza blanca, como tú!”.
Y tan amigas…
Felices los felices.
LaAlquimista
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