Cuando me siento abrumada por el ruido citadino y las piedras de los adoquines son casi una afrenta personal, emprendo mi lento e inveterado regreso hacia el reino de Amalur, al bosque donde habita Mari. La Madre Tierra sigue viva, presente en nuestro espíritu aunque ausente de nuestra vida porque la hemos relegado al último rincón de los bosques verdes, al fondo de los arroyos de montaña, al feudo privilegiado de los que todavía tienen tiempo para declararse adoradores de la Naturaleza. Pachamama, Durga o Dana todas son la misma “diosa madre”, la primigenia, la única, la que a todos nos sobrevivirá por más que nos empeñemos los humanos en destruirla.
Su reino es el bosque. En el Señorío de Bertiz, en Navarra, a pocos kilómetros de San Sebastián, se puede dar un paseo por el bosque en comunión perfecta con la naturaleza de la que, casi lo hemos olvidado, formamos parte indefectiblemente. Un tiempo fuera del tiempo, tres horas plagadas de emoción y silencios cantarines, pájaros invisibles, árboles que con sus hojas verdes conforman la paleta imposible del sueño de un pintor, y el “verde que te quiero verde” que explota en cada recodo del camino…
Quiero volver a ser bosque ahora que todavía me queda tiempo, ahora que ya he recorrido toda la gama de grises, marrones y negros de la ciudad. Quiero sentarme al borde de un camino cualquiera que no esté contaminado por el hombre, destruido por la avaricia, salpicado de petróleo o festoneado de plástico. Y mirar el bosque, la inmensidad de la vida que lo habita, que no es únicamente los árboles. Una inmensa red llena de vida, suficiente y autosuficiente para perpetuar el latir del planeta, excluyendo al hombre si es necesario, que se perpetúa en sí misma con respeto y veneración por la vida que lleva en sus entrañas.
Animales y plantas conviven en una simbiosis perfecta y exenta de maldad; nada ocurre sin una razón atávica y necesaria. Los hongos dan la vida al tronco del árbol muerto, se mezclan con la vegetación y nos envían el mensaje de cómo construir para crecer, para sobrevivir, para perpetuarse aprovechando la parte necesaria para la subsistencia sin robarle al vecino, sin aplastar al compañero, con un amor y perfección que se nos escapa a los humanos, seres inferiores donde los haya al lado de esta paz y crecimiento perfectos.
Quiero volver a formar parte de ese bosque que me habla en susurros y me insufla nuevas ganas de vivir en el corazón; ese bosque que es bálsamo de penas viejas y esperanza para los amores por venir. El espacio sagrado de donde vinimos, hace unos pocos miles de años, olvidando que la vida ya era armoniosa, pacífica y perfecta antes de que los humanos nos arrogáramos el título -dudosamente honroso- de ser superior y gran depredador.
Al bosque volveré siempre que lo necesite; a éste de Bertiz o al que sigue creciendo en mi corazón con finos e invisibles hilos que me atan a esta Madre Tierra que, aunque lo hayamos olvidado, sigue siendo nuestra dueña y señora.
Sentí que mi espíritu había dormido alguna vez bajo un frondoso acebo junto a un corzo o jabalí que me dio calor; escuché con mi oído deteriorado en la ciudad el lenguaje cantarín de los pinzones y el aleteo de los pájaros carpinteros, único y lujoso entorno donde se encuentran siete especies diferentes. Bebí cerrando los ojos del agua santa de la “erreka” (arroyo) de la lamia (sirena de río) y, sin que nadie se diera cuenta, formulé un deseo poco difícil de cumplir. Abracé con los brazos y el corazón uno de los robles magníficos portadores de la historia de este bosque, de esta tierra, de esta vida que también era la nuestra y de la que hemos desertado.
Seguiré buscando mi sitio en el bosque interno de mi corazón, en el bosque invisible en el que anida mi espíritu y adonde no me puede acompañar más razón que la de volver a la madre original, la Amalur de la que salimos y a la que volveremos en forma de cenizas o polvo que se fundirá con la vida del bosque para seguir creando vida.
Mi agradecimiento a Juan Goñi, de www.navarraalnatural.es que, no sólo nos guió por los senderos mágicos del bosque del Señorío de Bertiz, sino que extendió bálsamo sobre nuestro corazón con sus preciosos “cuentos” sobre Basajaun, Lamia Mari y su amante carbonero. Que no dejó de ofrecernos un solo rincón del bosque para que pudiéramos incorporarlo a nuestro espíritu, que es un amoroso “pajarero” –como se autodefine- que entiende sus trinos mejor que nosotros a algunas personas y que nos mostró un “bosque habitado” que jamás, de haberlo recorrido en soledad, habríamos podido descubrir.
Felices los felices.
LaAlquimista
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