La playa que más me gusta de mi otro mar se desgaja de la montaña a lo largo de varios kilómetros. En las primeras filas del “patio de butacas” abundan los asientos para foráneos, de alto precio en temporada y vacíos el resto del año. Un poco más lejos del “escenario líquido” o “platea” están los que han decidido vivir aquí todo el año o parte de él; no tienen tan buenas vistas, pero el escenario les queda a tiro de piedra.
Así pues, esta playa mía/nuestra vive sus “mareas” a golpe de calendario. A partir de primeros de septiembre recupera su auténtico ser: las gaviotas y palomas, las algas de las corrientes, el aroma a salitre, algunos peces que vuelven a la orilla y los pescadores que tienden sus cañas al anochecer. Y para ello, se tienen que ir los de los chiringuitos, los de las hamacas, los que venden cosas que están prohibidas y, sobre todo, los bípedos ligeros de ropa.
Estos días estoy dejando de ver a los socorristas en su desgastada atalaya de madera –la misma desde hace años- enceguecidos por la pantalla de sus móviles: no sé si tienen un grupo de whatsapp en el que se informan de si hay algún “ahogable” en lontananza o es que pasan olímpicamente de estar atentos a su trabajo.
También dejaré de ver al filo de las ocho de la mañana a las brigadillas de limpieza arrastrando enormes bolsas negras y agachándose a golpe de nervio ciático para recoger con las manos enguantadas la porquería residual humana. Ya le pregunté a una amable trabajadora por qué no van provistos de pinchos o similar para no tener que doblar el espinazo unas tres mil veces por jornada laboral, y me contestó que en su día los había, pero que alguien hizo un informe en el Ayuntamiento y se decidió que con la mano se recogía mejor la basura. (Lo que no cuentan es que como es trabajo temporero si te pillas una baja por lumbalgia te vas a la calle ipso facto).
Me ahorro desde ya a los abueletes porteadores de material playero que son expulsados de sus casas por abuelitas temibles para arrastrarse hasta primera línea y plantar su particular “pica en Flandes” para cuando la familia o derivados termine de desayunar al filo de las once y media o así. Unos esclavos, eso es lo que son y para colmo infringen la Ordenanza Municipal que no permite “reservar sitio” en un espacio público.
Esta semana septembrina no creo que añore a los padres (hombres en su mayoría) que se lanzan al agua con sus hijos pequeños emitiendo gritos estridentes (los padres) y montando un jolgorio que ríete tú de cuando sueltan las vaquillas en su pueblo. Los niños tan tranquilos en la orillita con sus cositas y la madre/abuela pegando alaridos: “¡Yennifer, que vengas te digo!!!!” o “!Jonathan, que dejes de ahogar a tu hermano y le subas al unicornio!”. (Este año ya no están de moda los hinchables con forma de flamenco rosa).
Estos días maravillosos que me quedan voy a disfrutar de tormentas, vientos, chaparrones y demás fenómenos acuosos según los augurios –que no previsiones- de los ineptos que cargan las páginas de “eltiempopuntoes” y “acugüederpuntocom”. Eso por no hablar de AEMET (Agencia Estatal de Meteorología) para cuyo responsable o becario desde estas humildes líneas pido el despido fulminante. Un poco harta ya de estar a pleno solazo en la playa y que la aplicación de turno siga indicando “lluvia intensa”. Así que seguramente habrá bonanza, solecito sin pasar de los 25º y brisa moderada para que todo sea perfecto.
Guardaré en mi retina hasta el año que viene a todos los cuerpos maravillosos que siguen disfrutando de la vida en la playa sin preocuparse de cómo lucen ni del qué dirán los idiotas de turno. Ancianos y ancianas con bastón y los pies en el agua, parejas senior de la mano con sus pamelas/sombrero de explorador, mujeres adultas mayores con los senos colgantes al aire y cara de felicidad, hombres adultos mayores con sus barrigas repletas de ricas cervezas y no menos ricas alitas de pollo con salsa barbacoa. Los “guapos y guapas de la película”, que sé que existen, no vienen a esta playa, que no es de postureo, sino de disfrute liso y llano. Una playa para todos…pero que solo aprovechan unos cuantos cientos. El resto –las hordas que vienen en vuelos low cost o en buses desde toda la geografía que se comunica por carretera- están un poco más allá, cerca del parque temático de turno y a la sombra de los hoteles de diez pisos, entre bares alemanes, pubs ingleses y pizzerías chino/vietnamitas.
Soy una privilegiada, lo sé, por eso agradezco todo lo bueno de la vida en vez de condolerme por aquello que creo que me falta.
Felices los felices.
LaAlquimista
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Fotos: Cecilia Casado “Mi otro mar”