Suena a lo lejos el anuncio de una tormenta. El jardín no es sitio seguro ni para mí, ni para mi perro, ni para mi ordenador. Así que me refugio en la terraza con el toldo extendido al máximo esperando que aguante el primer chaparrón y me cobije en el acto de escribir.

La terraza es pequeña, pero es una terraza. Abierta al campo y rodeada de árboles; crecen altos los olivos en el jardín de abajo y otros árboles de flores rosáceas de los que no sé el nombre, pero que adornan la tarde. Todo cuanto abarca mi vista está teñido de verde: la huerta del payés y una calle sin coches que pasa por delante donde hace treinta años plantaron unos esquejes que se han convertido en un pequeño bosque, un oasis entre la vía del tren y el paseo que bordea el mar.

No desearía estar en ningún otro lugar en este momento. Ni haciendo otra cosa que dejar que mis ojos transformen en palabras esas nubes grises, los relámpagos dorados –porque revientan desde un fondo soleado; ni un atisbo de brisa mece el mar de árboles, es la calma que precede a la tempestad como bien sabemos los que las hemos padecido en el interior del alma.

De repente el bucólico paisaje interior, pintado e inventado, pugna por recuperar su esencia y todo se detiene: el corazón se desboca, la mente se despeña, el ánimo cae en picado. Se acerca la tormenta. Y no hay cobijo posible. Igual que en la vida porque es la vida. Mejor así.

Las nubes juegan a pintarse de colores grises: hay tonalidades para la belleza tanto como para la fealdad, pero son mis ojos, la mirada que hoy es tranquila, los que transforman el impulso lumínico en algo bello. Gris. Como la vida tantas veces; gris, como el hierro que sostiene esta casa y como el acero de un cuchillo que mata. Todo está en la mirada.

Son las cinco de la tarde y el tiempo se deteniene a la espera del desgarrón por el que caerá el agua a borbotones. Porque en esta tierra llueve con ansia, como si tuviera un resentimiento que no se atreve a expresar; en esta tierra en la que ahora mismo todo está removido, expuesto, vulnerable y vulnerado: Catalunya, que me acoge desde hace treinta años sin pedirme a cambio apenas nada, tan sólo que la mire con buenos ojos para que su belleza no me pase desapercibida y no haya injusticia en mi corazón.

Todo está en la mirada. La intención sana y la espuria, el reflejo beneficioso y el dañino, un abrazo que aprieta y un rayo que todo lo desgaja y quema.

Mis ojos ansían la belleza y donde objetivamente no la puedo hallar, me obligan a hacer el trabajo de la pequeña alquimia que transmuta lo feo en hermoso, lo triste en alegre, lo negativo en algo mucho mejor.

El aguacero de la tarde, anunciado y salvaje, ha vaciado las playas, los paseos y los parques, empujando a las hormigas humanas a los hormigueros comerciales. Se quejan o se ríen mientras se sacuden la lluvia de encima. Miran al cielo y calculan si podrán volver al aire libre en un rato o se aburrirán en la espera. Qué hacer mientras cae una tormenta, no hay instrucciones de uso.

El toldo de la terraza ha aguantado, pero la mesa y las sillas han recibido un bautismo demoledor. Desde detrás de los cristales, mis ojos siguen la belleza del baile a mil gotas por segundo.

Allá en la montaña han dejado atrás el húmedo presente y el rosicler improvisado del atardecer inventa un viento apresurado para llevarse los restos de nubarrones a otro lugar.

Y vuelve la belleza que nunca se había ido más que a los ojos de los que, en vez de mirar al cielo, miraron durante la tormenta a sus pies por ver si se mojaban.

Todo está en la mirada y en la intención de esa mirada.

Felices los felices.

LaAlquimista

Fotografías: Cecilia Casado

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