Sobre este tema hay que hablar jugándose el todo por el todo; es decir, nada de eufemismos ni metáforas del tres al cuarto, nada de sí, pero no, y mucho menos levantar la cresta y dárselas de maestro zen de página web.
Aquí las cosas claras y el que diga que “no juzga” pues, o miente insolentemente o tiene una manga muy ancha para no ver las cartas que oculta dentro.
Porque todos juzgamos aunque digamos que no lo hacemos y me apetece desmitificar a los presuntos “buenistas” que pululan como mosquitos en cañaveral una tarde de verano.
Parto de la base de que yo también juzgo al prójimo. Y no es que me enorgullezca de ello, es que por instinto me cuesta actuar de otra manera ya que me han enseñado a ello, he mamado la crítica y el juicio (no hablemos ya del pre-juicio), nací, crecí y sigo pataleando en una sociedad en la que es moneda de cambio habitual meterse en la vida del otro y sacarle punta a base de condenar lo que hace porque pensamos que nosotros no lo haríamos jamás o lo hubiéramos hecho mejor.
Luego está la filosofía de la vida cotidiana y el perfil que tenemos que mantener ante los demás de personas o personajes sobrios, comedidos y medianamente equilibrados. La teoría de los libros está muy bien y chapeau para quien los escribió, pero la verdad lisa y llana es que tenemos un embudo tatuado en la mente: lo ancho para mí y lo estrecho para los demás.
Así pues, nos permitimos juzgar a la familia, a los amigos y conocidos, a los vecinos del barrio y a los colegas del trabajo. Ya no digo nada de lo que opinamos y condenamos de personajillos televisivos que venden su morbo personal para alimentar el morbo colectivo del espectador (nada) inocente. Y tampoco quiero poner el acento en los líderes, próceres, políticos, politiquillos y politicastros que polinizan el jardín ideológico patrio con sus peculiares ideas.
Juzgamos, como jueces de pacotilla, a quien nos parece bobo o idiota por asumir posturas que nos resultan carentes de fundamento. Juzgamos al que cae antipático porque se da ínfulas de grandeza dentro de la pequeñez que tiene a nuestro criterio.
Juzgamos al que ha triunfado en la vida enriqueciéndose y presuponemos que lo ha hecho a base de oprimir o robar a los de al lado. Juzgamos también a todos aquellos que nos levantan la voz cuando les apetece y los condenamos a la celda del desprecio o de la indiferencia. Y para terminar, y no lo peor de todo, juzgamos a quienes decimos amar sencillamente porque nos molestan con sus peculiaridades o decisiones.
Cuando no nos escucha más que el pobre público al que podemos acceder en la barra del bar o en la mesa cubierta con un mantel –aunque sea de hule-, cuando estamos “en confianza”, llamamos ladrón a quien nos “parece” que puede serlo, fulana a la que viste con lo que llamamos descaro como si fuéramos tribunal inquisidor (que lo somos). Llamamos inconsciente al que saca los pies fuera del tiesto en el que nosotros hemos echado raíces. Insultamos –que es la peor forma de juzgar y condenar- al que está metido en política porque nosotros SABEMOS que SON TODOS unos SINVERGÜENZAS. ¿Razones y razonamientos? ¡Para qué, si sobran!
Nos basta con señalar con el dedo, criticar, juzgar y condenar. Como llevamos toda la vida haciendo sin que por ello nadie nos haya dado una buena colleja por cretinos, y si alguien ha intentado alguna vez frenar tanta idiocia y la imparable injusticia que supone juzgar al prójimo (sabiendo o sin saber, que de ninguna de las maneras se puede decir nada), pasa automáticamente a engrosar las filas de los envidiosos, de los intolerantes, de los que se creen superiores a los demás esgrimiendo unos valores humanos que la sociedad no está dispuesta a considerar. Jueces de pacotilla.
Juzgar y condenar. Sea lo que sea y según nos acomode. Da lo mismo que hablemos de un tema o de su contrario; siempre encontraremos el resquicio para colar nuestro JUICIO y tener algo que echar en cara al prójimo. Juezas de pacotilla.
Felices los felices.
LaAlquimista
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