En estos últimos tiempos se ha puesto de moda la reivindicación por parte de muchas mujeres del derecho a no sentirse “madres al uso”, tal y como mandaban –y creo que siguen mandando- los cánones socio/familiares.
Las que quieran decir que la maternidad es un sacrificio mal pagado están en su derecho. Y las que hablan del amor incondicional, también. Tanto unas como otras, las que “protestan” por el rol presupuesto como las que defienden a capa y espada el estatus materno clásico dictado por la sociedad heteropatriarcal, tienen sus razones. Y yo las mías.
Recuerdo con horror el personaje que creó Quino en las tiras de Mafalda; aquella inefable Susanita que quería tener hijos para “realizarse” a través de ellos: doctores, ingenieros o presidentes de lo que fuera, Susanita representaba el distorsionado enfoque de la maternidad “porque sí” en una época en la que, no nos engañemos, muchísimos hijos venían al mundo porque formaban parte de un plan de ruta pergeñado por la sociedad para perpetuar el sistema.
Que no digo yo que no se hicieran con amor esos bebés, para compensar con todos los que se engendraban por rutina, por cansancio, por obligación o por la fuerza. El caso es que adquirir el estatus de madre no era tema baladí para las mujeres del siglo pasado.
Personalmente me apliqué a la tarea de una forma absolutamente consciente, deseada, buscada y necesitada.
Sí, necesitaba tener hijos para poderles dar amor y todo aquello que a mí misma me había sido hurtado en la infancia. Somos legión las mujeres que hemos querido superar carencias afectivas teniendo hijos. Y también están las legiones de mujeres que no han querido ser madres para no repetir esquemas dolorosos.
Todas estamos ahí, para bien y para mal; las “malas madres” y las “buenas madres”, las “madrastras” y las “madrazas”, mujeres todas con su propia carga emocional que han manejado la propia vida según han querido o les han dejado.
Hace treinta y ocho años que nació mi primera hija, deseada desde lo más profundo del corazón tanto por mí como por su padre. Treinta y ocho años de los que tan sólo pude “disfrutar” entre comillas los primeros dieciocho, hasta que marchó a otra ciudad a estudiar. Ya nunca volvió. Como la vida le sonrió y su esfuerzo fructificó encontró trabajo y desde entonces no ha vuelto a vivir en la pequeña ciudad en la que nació. Su proyecto vital, definido y conseguido, su nueva familia y una preciosa hija, conforman el ciclo del modelo de vida que ha elegido para vivir.
Hace treinta y ocho años que fui madre por primera vez y miro hacia atrás y parece que no ha pasado el tiempo, que sigo escuchando la risa de la niña que correteaba por el pasillo, que me es dado todavía abrazar un cuerpecillo amoroso que me reclama, que tengo al lado a una criatura de grandes ojos escuchando mis cuentos casi sin respirar.
Estos treinta y ocho años, este cumpleaños, no es igual para ella que para mí. Celebrará su aniversario como un ritual amable en lo familiar y social y se sentirá feliz, un poco más feliz de lo habitual porque es muy consciente del privilegio de estar viva. Yo no lo veré porque se fue a vivir a la otra punta del mapa.
Yo puse todo lo que pude de mi parte, que era lo que quería hacer: darle la vida, disfrutarla mientras estuvo a mi vera y luego echarla a volar. Ahora ella está en ese mismo proceso con su propia niñita. Todo se repite y, afortunadamente, con el mismo y renovado amor.
Zorionak, hija mía querida.
Felices los felices.
LaAlquimista
(Espido Freire en su carta a la RAE para que modifiquen la definición de la palabra “madre”.)
“La madre cuida, consuela, orienta. La madre nutre en todos los sentidos, transmite el cariño y el amor sin los cuales el ser humano se desmorona. La madre acoge, sean esos hijos de su sangre o no, haya pasado su etapa fértil o no. La madre entrega un legado emocional, una visión, unos valores insustituibles”
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