La soledad no es únicamente estar solo, sino sentirse solo y esa indeseada sensación puede asaltar a cualquier edad y en cualquier situación. Pero cuando se tienen ya muchas primaveras acumuladas, cuando hay más fotos sepia en el recuerdo que ilusiones en lo por venir… ¿Qué hacer para conseguir levantarse cada mañana con una sonrisa en el corazón?
Tener “familia” no es la panacea de las soluciones porque los hijos o los nietos “tienen su vida” y tras ese eufemismo se agazapa el pequeño monstruo de la soledad, ésa que se instala en un lugar del comedor y no deja de mirarnos aunque nosotros hagamos como que no la vemos.
Las personas mayores, sobre todo las muy mayores, incluso las que se valen por sí mismas, tienen todavía la azotea bien amueblada y atesoran ganas de conversación y de una tranquila socialización, también están expuestas al zarpazo de la soledad.
Pero… ¿Quién piensa en ello cuando se tienen cincuenta o sesenta años? ¿Quién quiere anticiparse a los malos tiempos y amargarse un presente que todavía es amable y llevadero?
Pensemos entonces en los mayores, en quienes rondan los ochenta e incluso son nonagenarios y están bien de salud –dentro de un orden- y con ganas de ir al cine, de tomar chocolate con churros, pasear por la orilla del mar o sentarse en una terracita al solecito del mediodía.
Nos gustaría pasar más tiempo con ellos, el cariño acumulado así lo demanda, pero son tantas las circunstancias, el trabajo, la familia propia, las prisas, que no permiten regalar un poco de tiempo, un poco de conversación, de compañía, de “vida” a quienes más lo necesitan…
Me pongo en su lugar; intento por lo menos ponerme en su lugar y no me agrada lo que imagino puede ocurrirme a mí también algún día, lejos de mis hijas, “confinada” en mi pequeño –cada vez más pequeño- mundo de mujer adulta mayor caminando con paso seguro hacia una ancianidad que nadie quiere rechazar porque la alternativa es mucho menos amable.
Reconocer que uno se siente solo es un paso de gigante. Vivimos en una sociedad que no ampara las emociones, una sociedad de retos por encima de todo, de sacar fuerzas de flaqueza, de disimular las lágrimas y ocultar la pena. Nos estamos convirtiendo en máquinas con sentimientos, pero máquinas al fin y al cabo, con sus “averías” imprevisibles pero aseguradas.
Solicitar ayuda sería el primer paso hacia la reconciliación con uno mismo y con todo lo que se siente; no tener “vergüenza” alguna –porque es completamente humano- en utilizar las herramientas al alcance de la mano (y del corazón) para paliar esa soledad del final del camino que no debería ser tal sino el epílogo alegre y satisfecho de toda una vida/obra personal en la que hemos dejado la vida, literalmente.
Animemos a nuestros mayores a buscar compañía, hagámosles comprender que nunca es tarde para hacer nuevas amistades, que todavía hay puertas abiertas para mitigar la soledad, que la vida sigue aunque sea por caminos inexplorados.
Demos a nuestras madres y a nuestros padres ancianos un “empujoncito” para que el último tramo del camino pueda hacerse de una manera más cariñosa, más amable, más humana incluso.
Desde “Adinkide” –Organización de Voluntariado- luchamos contra la soledad de las personas mayores. El Universo es una maravillosa “cadena de favores” que nunca falla… no lo dejes escapar.
LaAlquimista
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