**Fotografía de portada. Estitxu Carton
Tenía una cita a las seis y salí de casa con tiempo suficiente camino de la playa de la Zurriola. Quedar cerca del mar es un privilegio nada desdeñable. Pero mi atención comienza a ser deficitaria porque equivoqué la hora y de repente me encontré en un tiempo suspendido y vacío aparentemente de contenido. Pensé ir a un café y sentarme a esperar tomando algo y leyendo lo que tuvieran por allí –siempre buscamos un refugio ante la intemperie de la vida-, pero la tarde refulgía con un sol de mayo en pleno febrero así que opté por un banco del paseo, justo en el refilón de los rayos de sol.
¡Cuánto tiempo hacía que no me sentaba a “ver pasar a la gente”!, si es que alguna vez me he dedicado a esa actividad tan aparentemente pasiva e inane, pero me acordé de mi querida amona Julia que eligió trasladarse a un primero con ventanales en el salón “para poder ver la calle” desde casa cuando su cadera rota y mal recompuesta le negó los largos paseos que siempre acostumbró.
Los surferos, descalzos y chorreando agua más que fría, con su tabla bajo el brazo, saliendo de la playa con la satisfacción del deber cumplido pintada en la cara. Mujeres de dos en dos contándose al unísono lo imprescindible de sus vidas. Madres jóvenes empujando carritos y arrastrando patinetes; cansadas o muy cansadas, con el futuro de cena/baño/cuento en la mochila. Gente corriendo, sudando, resoplando, hiperventilando, gastando músculos sin necesidad de pagar matrícula en el gimnasio. Poca chavalería: un día laborable a las seis de la tarde estarán casi todos encadenados a las extraescolares que dan un alivio a los padres hasta la hora en que ellos mismos salgan de su trabajo. O que les dejen respirar un rato, que es bien loable también.
Una pareja camina amartelada; ella, joven y hermosa, con un short intrauterino y botas de mosquetero con tacón de estilete. Él, maduro tirando a cincuentón con nikes negras y vaqueros holgados, luciendo tripa sujeta con riñonera. (Se han vuelto a poner de moda, es lo más cool, me han dicho) Turistas, fijo.
Y las sillas de ruedas. ¡Cuánta gente en silla de ruedas! Ancianos o no tanto, cada uno con sus datos protegidos como marca la ley, dejando a la libre imaginación del observador la certeza de cometer el error inevitable. Ancianas apoyadas en brazos robustos, ancianos junto a mujeres de envergadura, paseantes de pago, privilegio en estos tiempos porque quizás la alternativa sea quedarse en casa mirando por la ventana y no tomar ni el aire ni el sol de la tarde ni encontrarse con alguien conocido para intercambiar las frases de siempre, tan necesarias por otro lado.
Mujeres y hombres, jóvenes y mayores, portando cada uno como estandarte íntimo e individual el móvil en la mano, con la vista gacha, mirando de reojo la vida para no tropezar, sin voltear la cabeza ni a la derecha ni a la izquierda, donde está el mar según el sentido de la caminata. Qué desperdicio.
La barandilla expedita. El carril bici saturado de artilugios de dos ruedas o de monopatines. Mirando al mar. Había una canción vieja y cursi. Quizás por eso había tan pocos espectadores asomados a la grandeza maravillosa del agua, encrespada con olas deportivas, llena la arena de reflejos del atardecer (y de jaurías domésticas de perros sueltos).
Me quedé un poco fría en el banco del paseo. Y no solamente por la bajada de temperatura en el ocaso.
Nada de cuanto vi me pareció especialmente interesante; y, sin embargo, es la vida. La mía también.
Felices los felices.
LaAlquimista
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