Si me sale a veces la vena refranera es porque es la mejor manera de hacerse entender sin profundizar demasiado en la explicación emocional o racional que conllevan los problemas.
Así que he comprado una “silleta para perros” o un “carrito para mascotas”, como se le quiera llamar. Se confunde a simple vista con una silla para niños: es plegable, funcional y barata. Todo un invento, vive dios.
La estrenamos el sábado, mi perrito Elur y una servidora, lanzándonos a las calles de la ciudad de una manera alegre y desenfadada, confiando en mejorar nuestra calidad de vida, cosa loable, la de ambos, porque yo puedo seguir con mis largos e higiénicos paseos y él se evita quedarse solo en casa.
Allá que nos fuimos a ver el mar, con el sol a la espalda y la alegría de cara. La verdad es que sentí una especie de “déjà vu” de los últimos paseos con mi nietecita o los más lejanos todavía con mis dos vástagas. Pero lo que no podía haber previsto yo, que soy la que pienso del binomio humano/canino, era que nuestro paseo iba a verse interrumpido cada cien metros por personas que nos detenían, bien para expresar sorpresa, bien para alabar la idea, o preguntar dónde había adquirido el adminículo porta-mascotas. En resumen:pegar la hebra ciudadana.
Yo, tranquila, porque soy de las de hablar con la gente sin que me preocupe llegar tarde a los sitios (en realidad, ya no tengo que llegar pronto a ninguna parte), pero lo que quiero remarcar en este post es la instintiva reacción de las personas que me vieron pasear llevando un perro en el carrito en vez de un ser humano tamaño nieto o similar.
Que no fue otra que la de la risa. Vamos, que les hacía “gracia”, “uy, qué divertido, mira cómo llevas al perro” y de ahí a pensar: “caray, mira qué rarita”, va un paso; o dos, como mucho.
Pero mira cómo somos, hay que fastidiarse, que en cuanto te desvías dos centímetros contados de la línea recta que se supone que todos tenemos que seguir para ser “normales”… ya nos están sacando cantares.
Eso, el sábado. Pero ayer domingo ricé el rizo, paseándome por la Concha, -docenas de perros sueltos en la arena-, por Cristina Enea –docenas de ciclistas en bici por el paseo exclusivamente peatonal-, por las calles del barrio – la gente cruzando con el semáforo en rojo, incluso con muletas o en silla de ruedas. “Eso” no llama la atención, fíjate tú…., pero sí mirarme “rara avis” por llevar a mi perrillo cómoda y tranquilamente en su sillita.
Hice algunas risas con algunos paseantes, pero también tuve que soltarle una fresca a una señora de mi edad que me dijo que “el pobre perro va a dejar de ser perro” y yo le contesté que, bueno, que también a las personas cuando tienen dificultades para andar se las lleva en silla de ruedas y no por eso dejan de ser personas. -“No vas a comparar” –me dijo y yo le contesté que no, que por supuesto que no voy a comparar… ¡Faltaría más!, no vaya a ser que salga perdiendo en la comparación quien menos se lo espera.
Hace tres semanas Elur estaba en las últimas; se tenía en pie malamente y dormitaba en su camita casi todo el día. Pero comía con cierto gusto y cuando le sacaba a la calle se le alegraba la mirada y movía la cola, pero a los diez minutos no podía más. Ahora va como un señorito sentado en su trono viendo pasar la vida desde otra altura; su paseo por la hierba no se lo quita nadie (para hacer los deberes y olfatear sus cosas), pero estamos en la calle muchas más horas que antes: calidad de vida para él….y para mí.
A ver cuánto dura la buena energía del invento y la alegría de mi perrillo. Y la mía. Porque aceptando las cosas como vienen, dejándose fluir con lo que es y no lo que desearíamos que fuera…a veces, tan sólo a veces, hay un respiro.
Felices los felices.
LaAlquimista
Por si alguien desea contactar:
apartirdeloscincuenta@gmail.com
*** Fotos Cecilia Casado y Elur