Pertenezco a una generación que fue educada bajo la férula del “qué dirán”. Supe que la opinión ajena era una espada de Damocles que siempre pendería sobre mi cabeza hasta el día de mi muerte. O así me lo enseñaron en casa y yo me lo creí hasta que tuve la opción de pensar por mí misma.
Fui constatando cómo se ocultaban hechos vitales para no desmerecer ante los ojos sociales porque estaban considerados como “vergüenza total y absoluta”. No quiere decir que la gente se arrepintiera de lo que había (mal)hecho sino que, simplemente, se limitaba a esconderlo.
Hubo casos sonados como los de señoritas de buena familia que se preñaban de algún desconsiderado en aras del amor verdadero y que parían criaturas que luego eran entregadas en adopción –o simplemente abandonadas en un hospicio-.
También se sabía de quien se le había suicidado un hijo o un marido tirándose por la ventana y la familia ocultaba el detalle contando que había muerto de cáncer o similar.
Acuérdense quien pueda de algunos casos de aquellos niños injusta y cruelmente llamados “mongólicos” que eran internados en instituciones “adecuadas” o en “la habitación del fondo del pasillo” padeciendo el olvido mortal de su propia madre, de su propia familia.
Se oculta en las familias un hijo parido con señas de identidad que no corresponde a los rasgos comunes y que no es más que el embarazo de la madre con un señor que no es su marido; las pruebas de ADN sirven judicialmente, pero hubo un tiempo en el que los hijos “ilegítimos” sobrevivían ocultos entre los “legítimos” sin que nadie, más que la propia madre, lo supiera.
No hablo de novelones decimonónicos, no.
Más cercano en el tiempo, hubo gente joven que falleció de SIDA y las familias dictaminaban que había sido de neumonía, hepatitis o lo que fuera con tal de no aceptar la dolorosa realidad y la consiguiente vergüenza que experimentaban. Había que morirse de forma “digna”, así debían pensar.
No menos oculta ha estado siempre la violencia doméstico/familiar –incluyéndola o no en la violencia de género. Un paquete de maltrato generalizado que lo mismo proviene del padre, de la madre o de los hijos y que tiene salida en todas las direcciones posibles. Hacia arriba, hacia abajo, colateral o diagonalmente. Padres que humillan a sus hijos varones o hembras, madres que agreden de todas las maneras posibles a sus propios hijos, mujeres que denigran a sus esposos, hombres que se embrutecen con sus mujeres. Abuelos maltratados por los hijos o por los nietos. Hijos que insultan a sus padres… No quiero seguir.
Todo esto también se oculta, faltaría más, a ver si cada vez que el padre o la madre, el hijo o la hija monta el numerito en la mesa familiar mandando los platos por los aires, dando gritos, profiriendo insultos, arañando o dando golpes sin ton ni son se va a llamar a la policía para que vengan a poner orden o se va a pedir ayuda al 112 para que se lleven con camisa de fuerza a quien se ha pasado toda la vida maltratando a sus propios familiares mientras estos sufren, aguantan y callan aunque no olviden ni perdonen.
Las familias, como las famiglias de la mafia, son círculos cerrados, viciosos, estancos y perfectos donde toda la miseria humana disfruta de protección y de impunidad.
Hasta que salta todo por los aires y sale en la tele.
Lo estamos viendo cada día y nos echamos las manos a la cabeza e incluso pensamos que cómo es posible que nadie haya dado antes la voz de alarma, que ningún miembro de esa familia haya tomado las riendas del asunto para parar la ignominia. Entonces es cuando se descubre el poder de la familia y de todo lo que bajo su manto se puede ocultar.
Felices los felices.
LaAlquimista
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