El cuerpo humano está lleno de terminaciones nerviosas. Si fuéramos un coche eléctrico tendríamos que “enchufarnos” a una fuente que alimentara nuestros circuitos, como los robots, como los teléfonos inteligentes.
Cuando nos sentimos con “poca batería” emocional usamos un término y método sencillo que todo el mundo entiende: “recargar las pilas”.
Pero esta operación tan aparentemente trivial y sencilla en un artilugio eléctrico no lo es tanto en nuestro cuerpo que es el “aparato” más complejo que existe sobre la tierra, con un diseño cuasi perfecto y sin estar patentado por ninguna multinacional (todavía).
Así que los humanos nos las apañamos como podemos: los unos no haciendo nada para luego descansar, los otros cansándose hasta la extenuación para sentir los circuitos hirviendo y los de más allá dejándose acariciar el alma de mil maneras: sintiendo la naturaleza, cobijándose al amparo del amor o bajando la guardia emocional para que las buenas energías amorosas penetren hasta el último resquicio del corazón.
Yo soy de ésas; pertenezco al grupo que prefiere, con diferencia y por encima de toda otra alternativa, sentir mi mano entrelazada a otra mano compartiendo la energía de vivir, la fuerza del amor, la sencillez de una mirada dulce y el bálsamo de unas palabras cariñosas.
Cuando alguien “está por mí” y me lo demuestra. Cuando llaman a la puerta regalando ayuda sin que la hayas pedido. Cuando la empatía funciona y toma forma y todo lo transforma en energía vital, vigor existencial y reactiva esos músculos que arriesgan atrofiarse por falta de uso: los risorios.
Entonces siento que estoy recibiendo una maravillosa “recarga de baterías”, como una transfusión de todas las cosas buenas que se me habían ido quedando un poco “bajas” en la hipotética analítica de los sentimientos y emociones.
Recupero la alegría por oleadas que me encienden las pupilas, vuelven las ganas de reir que estaban aburridas en la trastienda, se me activa el “modo Mmmy” que hiberna hasta en primavera porque mis queridas “niñas” están tan lejos. Los mofletes se me ponen rosas, las manos serpentean, siento cosquilleos olvidados, el cabello brilla aunque no haya cambiado de champú.
Limpio la casa como si vinieran a grabar de la tele, hago música con la batería de cocina mientras preparo la sopa de pescado, lleno de perfume francés los rincones escondidos, baño al perro con pantène y saco del fondo del armario la ropa de colores.
Lo que se suele hacer por un amante, vamos. Pero como “amante” es el que ama y Amanda viene del latín “Amandus”, “la que debe ser amada”… no me queda otra opción que ser coherente con el nombre que he dado a mi hija pequeña y recibirle con el corazón pleno de todo lo mejor que en él habita.
Querer a un hijo no es nada extraordinario –por lo menos no debería serlo en este mundo de locos-; pero agradecer a un hijo todo lo bueno que hace por nosotros eso ya no es tan habitual porque parece como si nos acostumbráramos a que las cosas fueran sobreentendidas en vez de necesariamente explícitas.
Creo sinceramente que hay que decir “te quiero” a todas las personas que nos aman y a las que amamos. Y dar las “gracias” por los dones que se nos ofrecen. Sin olvidarnos de gritar (o susurrar) “lo siento” si hemos ocasionado dolor y terminar con el tan difícil (y poco común) “perdóname” para que los corazones acaben abrazándose en la paz.
Me ha salido la lección aprendida en Perú del Ho’oponopono, en aquel viaje iniciático que hice hace unos años.
https://www.formacionemocional.com/psicologia_positiva/ser_masfeliz/ho_oponopono.html
Así es la mente humana: se va cargando de energía mientras se producen digresiones involuntarias que están por ahí cumpliendo con su función, aunque no sepamos cuál es.
Felices los felices.
LaAlquimista
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