Está demostrado que uno aprende a valorar a partir de la pérdida. El ser humano, además de ser bueno por naturaleza como preconizaba contradictoriamente el gran Rousseau en el siglo XVIII y un lobo para con el hombre, como nos contaba el triste y pesimista Hobbes en el siglo XVI, puede ser todavía más tonto si se lo propone como demuestra Marx, Groucho, en el siglo XX.
Es decir: añorar a alguien cuando ya se ha ido y no haberle tenido en cuenta mientras estaba a nuestro lado es un torpe error que el ser humano, en su gran soberbia y no menor estupidez, suele habitualmente cometer. Pensaríamos aquí que se habla del amor, de la amistad, el reconocimiento o las buenas obras, pero es un virus este de “no valorar lo que se tiene” que ataca indiscriminadamente a la mente, al corazón y a lo que se ha dado en llamar alma.
Lo mismo nos pasa con la salud; mientras se vive la juventud , esa juventud que ahora parece que quieren alargarla hasta los cuarenta cuando en el siglo pasado se frenaba en los veinticinco por decreto-ley, es un tema ajeno del que sólo hablan los adultos-mayores o los jubilados.
Pero la verdad es que cuando empiezan los achaques que llevan a la gente al ambulatorio cada quince días parece que es el ÚNICO tema de conversación importante. Me he dado cuenta hasta en el ascensor; antes se comentaba el tiempo, ahora te dicen “¿qué tal la pierna?” o “tienes mala cara, ¿tienes alguna alergia?”. Y si dices que bien, a todo bien, el otro o la otra, te enumera en lo que dan de sí, y dan mucho, diecisiete pisos, sus males y los de su cuñada.
Hablamos de la salud del cuerpo más que de otras cosas y no me acaba de gustar, por eso cuando alguien empieza con la enumeración de cuitas varias intento zanjar el tema lo antes posible y darle la vuelta. Sí, me he caído y tengo la pierna escacharrada, pero el hígado de maravilla, el corazón como un tambor, los pulmones como la patena y así hasta que me miran con una cara como diciendo, vaya, qué asco, una persona sana.
Vivimos en una sociedad bastante sana que no valora la buena salud más que cuando la está perdiendo. Es decir, dejamos que se estropee, que se envenene, la alejamos a patadas de nuestra vida y cuando ya no está porque se ha ido sin prisas pero sin pausa, nos echamos las manos a la cabeza buscándola como desesperados y siguiendo consejos no siempre desinteresados sino más bien tirando a mercantilistas.
Creemos que de una manera cómoda contrarrestaremos el exceso en la ingesta de cosas “malas” con pastillas contra la acidez. O iremos al gimnasio a sudar y hacer spinning para luego volver a casa a comernos el cocido con chorizo, tocino y jamón incorporados. Igual añadimos a la dieta que nos está destrozando la salud a base de comer cosas que vienen envasadas en plástico, cerradas en cajas o prisioneras en botes, algún elemento (que no alimento) que anuncian en la tele y que va a neutralizar el daño irreversible de toda la porquería barata pero “alimenticia” que nos metemos sin consciencia de lo que nos metemos.
Curiosamente y contra todo pronóstico, estamos mucho más sanos de lo que cabría esperar a nuestra edad porque “lo dicen los análisis” y me pregunto quién marca los baremos, los límites y los valores analíticos para hacernos creer que estamos “bien” aunque nos alimentemos con carnes envenenadas, pescados de piscinas llenas de química, hortalizas que destiñen y ni toquemos la fruta porque no nos gusta. El azúcar bien, gracias.
La gran mentira se desmorona de golpe y porrazo un día cualquiera, porque no valoramos la salud…hasta que se va para no volver; un divorcio contundente y para toda la vida.
Felices los felices.
LaAlquimista
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