Cada vez que me conduelo de la lejanía geográfica de mis hijas y alguien me suelta el manido “es ley de vida”, me dan ganas de soltar un bufido por la falta de empatía. Y si lo que tengo que escuchar es el vulgar “es lo que hay”, me empieza a asomar la Gorgona que todas las mujeres de mi familia llevamos dentro.
Pero centrémonos. Una cosa es que los hijos hagan su vida de la misma manera que nosotros hemos hecho la nuestra, faltaría más. Una cosa es que la progenie disfrute de toda la libertad posible y no se vea atrapada en redes familiares opresivas que les impida realizarse como personas, faltaría más.
Pero otra cosa es que esa libertad se hayan visto obligados a perseguirla allende los mares o en países donde hace falta visado para entrar. Incluso en la Europa sin fronteras y con vuelos low-cost ya nuestras hijas e hijos “no están a mano” para disfrutar –sí, he dicho disfrutar- de unas relaciones familiares amorosas, positivas y de ayuda mutua.
A mí me llevan los demonios, lo he dicho mil veces, tener que poner cara de póker cuando cuento que mi hija mayor vive con la familia que ha formado a 8.235 Kms. (que lo he mirado en Google) o a 800€ de distancia que es lo que cuesta atravesar en avión el océano Atlántico según se sale a la izquierda.
Pienso que esa distancia, en lugar de enriquecer mi vida, la ensombrece por la imposibilidad de ejercer de abuela con mi “pajarito” de tres años a la que he visto únicamente cuatro veces en mi vida y por períodos inferiores a un mes. Ni tengo nieta, ni mi nieta tiene “amatxi”, como no sea a través de la pantalla de un dispositivo electrónico. Como diría aquel: una mierda pinchada en un palo.
Mi benjamina está más cerca: en Europa. A 1.866 kms. si fuéramos por carretera, a unas pocas horas de avión nada más, menudo consuelo para decirle a una hija “¿tomamos un cafecito esta tarde…?”
¿Me estoy quejando de una realidad que no está en mi mano cambiar? La respuesta es: SÍ, absolutamente.
¿De qué me sirve toda la filosofía de andar por casa si uno no puede abrazar a su familia cuando siente ese impulso? ¿Para qué he tenido dos hijas si desde hace ya muchos años no compartimos más que escasos días vacacionales o arañados a la rutina profesional?
Mi mentalidad va de la mano de la cultura en la que he sido educada y que impera en el país que habito. El País Vasco –y hablo de lo que conozco nada más- siempre ha sido envolventemente familiar (cada familia tiene que buscar su punto de equilibrio), una sociedad ancestralmente matriarcal con vigas maestras de abuelos, padres, hijos y nietos.
Como el ritmo de la vida ha cambiado y la sociedad ha “evolucionado” ahora todos tenemos que aceptar que el concepto “familia” está obsoleto en su mayor parte y que a los hijos hay que “olvidarlos” cuando vuelan del nido. Como no nos han enseñado a hacer, como nuestro corazón se resiste a aceptar por mucha rueda de molino que le pongan encima. No somos escandinavos ni mucho menos estadounidenses y a buen entendedor pocas palabras bastan.
Sé que tengo mi lugar reservado en el corazón de mis hijas y que sólo tienen buenos sentimientos hacia mi persona, incluso siento que me quieren mucho porque me lo han demostrado desde el minuto uno. Pero también sé que siento como si las hubiera “dado en adopción” a la sociedad moderna, a la vida ajetreada que llevan, a un siglo XXI que les exige un esfuerzo y un sacrificio mucho mayor que el que se nos exigió a nosotros, los que fuimos padres en el siglo XX.
Ahora parece que decir: “con que mis hijos estén bien y sean felices ya tengo bastante” es suficiente para mantener incólume la estructura emocional personal. Y no es cierto, es una burda falacia. Para que YO esté bien necesito –todos necesitamos- sentir el calor de las personas amadas. Y quien sostenga lo contrario no sabe qué es amar o que baje dios y lo vea.
Y no quiero pensar en el futuro que no conoceré, ese futuro que les espera a mis hijas tan queridas, tan lejanas, reproduciendo el esquema con sus propios hijos. ¡Ojalá no tengan que vivir el exilio emocional y puedan armar follón toda la familia cada vez que se junten todos!
De momento, y en un acto de racionalidad casi extrema, me quedo con el derecho al pataleo.
Felices los felices.
LaAlquimista
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