Los ritos que acompañan ancestralmente al solsticio de verano están profundamente acendrados en el imaginario tribal. Al día más largo del año se le despide colectivamente con ofrendas de fuego y rituales de purificación; no es algo que tenga sentido a nivel individual sino arropados los humanos alrededor de la “magia” de una hoguera, de cánticos y bailes.
Como es lógico –en “nuestra” lógica humana, occidental y alborotadora- se envuelve el solsticio con abundante ingesta de comida y bebida para que el jolgorio eluda su lado espiritual y se instale en lo epicúreo. No es mala idea. Darle gusto a los sentidos levanta ánimos dormidos y espabila otros adormecidos.
Por estas fechas me traslado a un pueblo del Mediterráneo –al que siempre he llamado poéticamente “mi otro mar”- para disfrutar del aislamiento voluntario de “lo social” que me enreda en mi vida donostiarra habitual. Me gusta el silencio de la terraza que da a un camino por el que a duras penas pasa el cartero y el camión de la basura; adoro las tardes en el jardín invadida por las letras amorosas de un libro y las caricias –no siempre agradecidas- de las hormigas. Por la noche huele a estrellas y por la mañana cantan los pájaros.
No es el paraíso que venden las agencias de viajes, pero sí es “mi rincón feliz”. El mar y su larguísima franja de arena están a cinco minutos caminando y hasta las diez de la mañana nos pertenece a los felices madrugadores. Yo no pido mucho más un par de veces al año.
Mi perrillo, creo que tampoco. Él también disfruta de la hierba y juguetea con las hormigas, me siente tranquila y se apacigua él mismo de sus males neurológicos que le machacan el corazón y el alma cuando le da el ataque convulso de la epilepsia. En realidad, su entrega es total y allá donde yo vaya él viene conmigo siguiendo el ritmo de su música personal con el rabo.
Excepto la víspera de San Juan, cuando además de las hogueras tradicionales, tenemos que soportar con paciencia digna del santo Job y su genealogía completa el estruendo de petardos, el estallido bestial y absurdo de bombas que poco tienen que envidiar (en lo ruidoso) a las que se lanzan en las guerras y el regocijo incomprensible de la gente quemando dinero en fuegos y juegos de pólvora, humo y temblor de todo bicho viviente.
Conatos de incendio y accidentes: siempre hay un padre al que se le quema la mano, un adolescente al que se le incrusta un cohete en el ojo, un niño que no sabe que lo que echa humo puede quemar. Una tradición incuestionable, por supuesto, y un negocio poco cuestionado también.
No seré yo quien vaya a blandir mi espada o levantar mi puño contra el arraigo costumbrista catalán, lo tengo muy claro que me dirán “si no te gusta, pues no vengas”.
Tan sólo cuento aquí lo mal que lo ha pasado el pobre Elur –y TODOS los perros en los lugares donde se les revientan los tímpanos con unos decibelios que su sistema auditivo amplifica por naturaleza.
Quienes convivimos con amigos caninos sabemos el sufrimiento y los ataques de nervios que les supone el ruido exacerbado; obviamente, a nadie le importa un bledo. A mí sí y no puedo hacer nada más que quedarme a su lado con persianas y ventanas selladas haciendo como que no pasa nada.
La hoguera, los rituales y le purificación se pueden hacer en cualquier lugar. La hoguera interior también arde aunque no le echemos madera… y mi ritual de purificación lo hago al día siguiente, de buena mañana, con el silencio vivificador de la vida que sigue mientras los humanos ruidosos de la víspera siguen dormidos aunque ya estén despiertos.
LaAlquimista
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