Hacía mucho que no me ocurría. Casi todas las mañanas, con el té calentito al alcance de la mano y el cuerpo descansado, los dedos se ponen a recorrer el camino del teclado del ordenador y algunas ideas surgen espontáneas; otras, con un poco de ayuda, afloran también. Y sin mayor problema relleno un par de folios y ya tengo listo el post que compartiré en el blog. A veces, fruslerías; ocasionalmente, algo mejor condimentado.
Sin embargo, hay días en los que a pesar de haber dormido siete horas sin sobresaltos y no dolerme nada físico, la mente se me queda en blanco. Nada. Pero rien de rien.
Entonces hago como ahora mismo; en vez de forzarme buscando un tema más o menos interesante, vuelco mi vista hacia el ventanal y miro al monte, al cielo, el skyline de mi ciudad, el mar al fondo, entre brumas o nubes que corren una maratón.
Detengo mi vista en la orquídea hermosa y florecida que tengo encima de la mesa de la cocina como recuerdo de mi perrillo Elur. Los cristales necesitan una buena pasada y lo soluciono abriéndolos de par en par. Entra el aire de la mañana y me gusta que esté fresquito; así se me ventila la casa y los entresijos del alma.
Oigo ruidos en la escalera, siempre andamos de obras en la comunidad y me molesta el trajín de operarios dando martillazos y sus derivados, pero no puedo enfurruñarme por las cosas cotidianas que, de alguna manera, supongo que a mí también me benefician.
Abro la puerta del frigorífico y recuento el stock de materia prima alimenticia. Siempre se me escapa algún “cadáver” que tengo que enterrar en lo más hondo del cubo de la basura orgánica envuelto en un plástico para que no hieda y me sonrío amargamente ante la contradicción.
La vida, mi vida está llena de contradicciones últimamente. Creo que me vendrá bien estar sola y resulta que anhelo la compañía de mis amigas. Cuando el reloj corre pienso si no estaría mejor tranquila en mi casa sin dar la brasa a nadie. Agarro papel y lápiz para ir apuntando las compras necesarias y acabo decidiendo –después de enumerar diez artículos- que, en realidad, puedo pasar sin molestarme en ir al colmado de la esquina; ya me apañaré con lo que sea, hoy no me apetece abastecerme de nada.
¿Me toca ya cambiar las sábanas? Ni siquiera de eso llevo la cuenta, antes hacía la limpieza más o menos rutinaria los lunes, pero luego pensé que era una tontería esa imposición y voy a salto de mata; si veo polvo, lo quito –a veces- y si no me apetece cargarme las lumbares lo dejo para otro día, me supone un esfuerzo absurdo al que no tengo por qué obligarme.
En realidad, es que tengo la mente en blanco, un día en blanco, página virgen en el calendario de mi vida que puede que siga vacía al final de la jornada o que acabe llena de tachones, cualquiera sabe.
Un día tonto, un día que no sé si me va a servir para algo, sin ganas de buscarle tres pies al gato de nada, inútil para la batalla o la pelea de cualquier tipo, la gente viene y va atareada como si le fuera la vida en ello –les veo por la ventana cómo caminan apresurados- y a mí no me gustan las prisas. Me cansan con tan solo imaginarlas.
La agenda del día está vacía. No citas, no compromisos, cero obligaciones aparte de las que me invente de aquí a los próximos treinta minutos.
Tengo la mente en blanco y creo que no pasa nada, ¿debería preocuparme?
Voy a prepararme otro té y a saborearlo con la conciencia tranquila. Poner negro sobre blanco lo que me acongojaba hace media hora me ha hecho mucho bien. Ahora soy consciente de que hoy me toca la mente en blanco y voy a disfrutarlo lo máximo posible. (Y me ahorro la terapia)
Felices los felices.
LaAlquimista
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