Las primeras vacas que oyeron mugir mis hijas vivían en los caseríos que bordean el camino que une el barrio de Zubieta (Lasarte-Oria) con el barrio Santuenea (Usúrbil). Era entonces un camino poco transitado por coches y a izquierda y derecha se jalonaban huertas, frutales, cuadras, gallineros y terrenos donde, desde la carretera, se podía jalear a ovejas y carneros imitando sus balidos.
Eran tan sólo seis kilómetros –contando ida y vuelta- donde olía a campo, a vaca, a estiércol, a hierba lustrosa y árboles generosos. Los paseantes, del pueblo o venidos de la cercana Donostia, estiraban las piernas en paseos cotidianos sin afán alguno de “hacer deporte” y ataviados con el calzado común para caminar, lejos todavía de marcas zapatillescas ni de bastones de aluminio.
Nos acercábamos tímidamente, pero sonrientes, a la puerta de algún establo donde se viera movimiento humano y saludando y dando palique conseguíamos que el cashero o la etxekoandre -mujer de la casa- nos invitara a pasar al recinto donde descansaban los bovinos. Alguna vaca recién parida protegía a su ternero y era emocionante ver los rostros de mis niñas, conscientes de que lo que veían era mucho más real que los dibujos de los cuentos o de las historias que yo inventaba para ellas.
Al doblar el recodo del río Oria los manzanos jalonaban el camino y, no sin cierto reparo, recogíamos algún fruto que estuviera en el suelo para darle un mordisco en la carne que habían dejado sin picotear pájaros y bichitos varios. Era lo más cercano a transgredir las normas, a ser un poco salvajes lejos de la vigilancia de ningún ser humano. Ni qué decir tiene que tuve que explicar a mis retoños –cuando todavía no habían cumplido los cinco años- que lechugas, tomates, pimientos y demás exquisiteces no podían ser arrancadas de la tierra porque tenían DUEÑO. Lo entendían rápidamente, ellas ya habían desarrollado su propio sentido de la propiedad con juguetes, lápices y libros de cuentos.
Treinta años después, el mismo cielo, los mismos árboles y supongo que las mismas piedras del camino conforman un recorrido abarrotado de ciclistas, corredores, paseantes y automóviles: hasta autobús urbano hay de un barrio al otro.
Apenas quedan vacas y mucho menos ovejas. Quizás algunas gallinas y ocas o patos. Las huertas han resistido mal que bien el paso del tiempo vistiéndose de plástico algunas y mimadas otras por quienes se resisten a comprar productos frescos en los cercanos centros comerciales donde las manzanas son de Argentina, los espárragos del Perú, los huevos de Francia y los pollos vaya usted a saber. La leche, de tetrabrik, se acabó el lujazo –poco higiénico, pero glorioso- de comprar leche en los caseríos y hervirla para sacarle sus nubes de nata.
Todo ha cambiado tanto que me siento un poco mareada al percibirlo, pero sé que todavía quedan restos de aquel paseo preñado ahora de nostalgia, porque es día de labor en el que todos se afanan en sus quehaceres y pocos somos los que podemos disfrutar de una escapada urgente y necesaria para respirar aire puro, al templado solecito del otoño y con el corazón bombeando vida, más vida.
Con mis bastones de marcha nórdica, unas zapatillas de 15€ y la gorra de siempre he encontrado la alternativa al gimnasio ruidoso y sudoroso. Bien es verdad que para respirar el aire VIP hay que desplazarse, salir del ladrillo y el cemento y es entonces cuando me siento muy feliz de haber conservado mi viejo coche rojo que según tanta gente “ya no necesitaba para nada”.
A Elur también le gustaba mucho este paseo.
Felices los felices.
LaAlquimista
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