Ayer dormí muy mal. Con los ecos ardientes de una comilona demasiado regada y el regalo no solicitado de una hora más, me desperté –como siempre- a las siete, pero que todavía eran las seis. El mal humor amaneció conmigo y tuve que pegar cuatro bufidos en la cocina -mientras me preparaba un té- contra el gobierno en funciones y así sentir que le echaba la culpa a alguien, lo que siempre da mucho alivio, para qué engañarnos.
A pesar de estar ya completamente despejada, yo, sin tener perro que me acompañe, a esas horas no salgo a la calle ni loca, así que me puse a leer “El colgajo” de Philippe Lançon, alta literatura a pesar del título y del tema estremecedor que nos comparte el autor.
Una hora y treinta páginas después sentí la necesidad imperiosa de respirar aire puro: me asfixiaba, sin duda influenciada mi mente por las situaciones de pesadilla que, conforme las leía, iban instalándose en mi cerebro reptiliano y precipitándome por el pozo del desasosiego.
El sol brillaba y, a pesar de ser domingo, parecía como si algo al otro lado de la ventana me invitara a participar de ese vaivén familiar y gregario que altera el orden de los días laborales. Cafés en las terrazas, bolsas con cruasanes, medio kilo de prensa bajo el brazo y esa dejadez del chándal urbano como si vistiéndolo uno adelgazara doscientos gramos entre ir y venir de casa a la panadería.
Cuando estoy de mal humor sé que me pondré todavía de peor humor; es algo así como salir a la calle con los zapatos que te aprietan, que sabes que jurarás en arameo por cometer tan tonto error; qué me hace pensar que esta vez me van a quedar cómodos si sigo teniendo el metatarso fuera de su sitio.
Odio vestirme “de domingo”, esa costumbre tan provinciana –de capital de provincia, que luego me chillan-, tan arraigada aún, sobre todo en la gente de mi generación, me revienta totalmente. Así que agarro los vaqueros y cualquier cosa y paso de fijarme si el jersey va a juego con los calcetines: una protesta en toda regla.
Cumpliéndose fielmente la primera Ley de Murphy, no puedo avanzar ni por el puente que lleva a la playa ni por el paseo que la bordea. Una muchedumbre en camiseta rosa se solidariza con el cáncer de mama -yo también aunque lo haga desde mi interior- y para ello corta el paso a todo quisque, impide caminar en contra dirección, obliga a saltar a la calzada para no ser empujado o apartado de un empujón (inevitablemente involuntario). Nunca he comprendido cómo poniéndome un lazo rosa (o lila o verde o amarillo) se consigue que el país y sus infraestructuras sanitarias o del índole que sea funcione mejor, es un misterio que nadie ha sabido explicarme bien. Creo firmemente que los gobernantes se ríen desde sus poltronas de nuestros brazos levantados o de las voces airadas. Que conste que no estoy en contra de estas manifestaciones… excepto cuando me empujan y me limitan la libertad. Ahí comencé a sentir los comienzos de absurda sensación de ansiedad por no poder simplemente CAMINAR por mi ciudad.
Por fortuna, no me dio tiempo a angustiarme más que lo justo porque el bramar de cientos de tubos de escape petardeando a su máxima capacidad ensordeció cualquier otro ruido, voz humana o chillido de gaviota. OTRA marcha –autorizada, claro está- de motoristas enfervorecidos en su protesta –legítima, claro está- apareció como los indios atacando a la caravana por el viaducto de Atocha para dar la vuelta al ruedo por el Paseo de Francia, cruzar el puente, apabullar a la ciudadanía por las calles céntricas, paseantes domingueros que contemplaban con resignación las muestras dominicales que hacen de nuestra Bella Easo el más inhóspito de los parajes urbanos.
Me asfixiaba literalmente y no era únicamente por la temperatura impropia de finales de Octubre (25º). Antes de huir a paso ligero por el parque de Cristina Enea, di las gracias al Altísimo –con mayúscula- por que no hubiera también partido en Anoeta. (Se llame ahora como se llame)
Menos mal que hoy ya es lunes y todo vuelve a estar –más o menos- en su sitio. Incluidos mi estómago y mi humor. Y si cuento todo esto es para que no se piense que vivo en un mundo “piruleta” donde todo es hermoso y la vida me sonríe. También soy quejica e impertinente muchas veces…y no es cosa de la edad que me vienen de fábrica las peculiaridades.
Felices los felices.
LaAlquimista
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**Como el viernes de esta semana es festivo, habrá publicación el lunes y el jueves.