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Cecilia Casado

A partir de los 50

La vida acaba en un instante

Me veo impelida últimamente a meter horas extras reflexionando sobre la muerte o la inanidad de la vida en según qué circunstancias. Sé que esta actitud mía se debe al imparable deterioro cognitivo y físico de mi anciana madre de noventa y dos años. Es un pensamiento con el que me acuesto y me levanto, esa impotencia de ver que ya nada es posible, perdida la mínima esperanza de que un rayo de luz ilumine las sombras que se aposentan en el corazón y la mente de un ser humano cuando las puertas de la vida se están cerrando dejándote fuera.

Me abstendré de relatar la postura de mi madre ante la muerte por considerar que debe quedar para la más pura intimidad de ella y porque me siento incapaz –por miedo a equivocarme- de opinar sobre lo que veo ni acerca de lo que creo que ella siente. Supongo que desea morirse en paz, sin sufrimiento y…de una vez.

Este camino sin retorno de un ser humano agostado me ha llevado a frecuentar hospitales, reviviendo el calvario que transitó mi padre hace ya veinticinco años en una lucha perdida de antemano, pero que se veía obligado a mantener. La familia y la medicina animan a aguantar, a no tirar la toalla, a pelear para morir de viejos y no cuando nos toque según los insondables designios de la fe –o la ausencia de fe- que cada uno albergue en su interior.

Las plantas de hospital donde sufren las personas ancianas, condenadas por su edad tanto como por su deterioro, conforman el escenario más deprimente que me he visto obligada alguna vez a visitar. (Sé que los hay peores y doy gracias por no haber tenido que conocerlos). Hay demasiado dolor y demasiada poca esperanza. Me obligo a evitar hacer una descripción de lo que mis ojos han visto porque ¿quién no ha tenido cerca de sí el padecer físico de algún ser querido?

Por mucha fuerza y energía con que nos pertrechemos al afrontar el viacrucis hospitalario, como simple acompañante o visita ocasional, es inevitable sentir que hay una gran brecha por la que nos vamos vaciando, quedando exhaustos y desubicados porque al salir del hospital se siente como si la vida AFUERA fuera la vida DE VERDAD y lo que dejamos atrás, hasta el día siguiente o hasta el desenlace final, fuera un mal sueño del que queremos despabilarnos lo antes posible.

Cuesta morir de viejo. Hoy en día la esperanza de vida se cifra en cotas absurdas; queremos llegar a cumplir muchos años pero con buena calidad de vida y eso, sencillamente, es dificilísimo en la mayoría de los casos. Quizás incluso innecesario para el propio ser humano. Sin embargo, excepto cuando es una enfermedad asesina, degenerativa o muy dolorosa, nadie quiere morir. Nos agarramos a la vida aunque esta ya no sea más que una sombra olvidada de lo que alguna vez fue para nosotros.

La vida se acaba en un instante, en ese instante final en el que el aire ya no llega hasta los pulmones o el corazón deja de latir, derrotado.

Hasta ese momento, cuanto menos sufrimiento padezcamos, mejor que mejor. ¡Quién no firmaría por morir a los 90 bien pasados mientras duerme! La paradoja sería aguantar un “sinvivir” acumulando de mala manera lustros en el calendario…

Ver a mi madre tan cerca del precipicio me produce compasión y rabia a partes iguales. Compasión porque nadie quiere ver sufrir a alguien tan cercano; y rabia enorme porque pienso que ni tiene sentido ni lo tendrá nunca alargar la vida cuando el futuro no puede ser más que una montaña rusa de angustia, sufrimiento y vulnerabilidad.

(Leo la triste noticia de una mujer de sesenta y seis años atropellada en mi ciudad, en un paso de peatones, justo cuando acababa de acceder a su jubilación. ¿Qué podría decir sobre ese hecho tan aleatoriamente injusto aparte de mis condolencias a sus personas cercanas…?)

La vida se acaba en un instante, sí, pero a veces ese instante puede ser dolorosamente inesperado o se aleja en el tiempo cuando más necesario sería que acudiera a la llamada de quien, triste es decirlo, ya no desea seguir viviendo.

A pesar de todo, felices los felices.

LaAlquimista

https://www.facebook.com/laalquimistaapartirdelos50/

  • “Alegoría de la muerte” (1859) Tomás Mondragón. La Profesa. Ciudad de Mexico.

Por si alguien desea contactar:

apartirdeloscincuenta@gmail.com

 

 

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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