De todas las capacidades inherentes al ser humano no hay una que destaque más que el afán por luchar. Y es la mujer la que se lleva la palma cuando la lucha se libra para defender a sus hijos. (Preferiría que no debatiéramos sobre eso porque ejemplos sobrados los hay por todas partes.)
Mis batallas personales fueron muchas y diversas: por defender mi dignidad en la familia y en el colegio; por mantener el respeto debido en el ámbito laboral; por dejar las cosas bien claras en las cosas del corazón. Pero todo este afán adquirió una dimensión trascendente a mis veintisiete, cuando nació mi primera hija.
Supe entonces –lo supe y lo sentí en profundidad- que nada tendría nunca más importancia para mí que el bienestar de esa pequeña criatura indefensa, que sería capaz de anteponer su vida a la mía propia, que mis luchas futuras tenían ya un adalid amoroso que me mantendría firme para no caer en desánimo alguno.
Doy ahora un salto de más de treinta años y veo a mi hija con su adorada niñita de cuatro años, mi hermosa nieta.
Un contratiempo en el parto determinó que mi nietecita padezca una parálisis cerebral mixta, lo que significa que –de momento- no puede andar ni hablar aunque sus capacidades cognitivas estén preservadas.
Mi hija lleva cuatro años luchando como una jabata para no decaer ante el reto que la vida le ha puesto ante sí. Cuatro años de cargar a la niña en brazos, de cambiarle los pañales, de darle de comer a la boca, de cuidar sus problemas respiratorios. Cuatro años de llevarla a rehabilitación tres veces por semana, a los médicos de demasiadas especialidades; a buscar los mejores aparatos para que le sujeten la columna, las férulas para sus pequeños pies. Lo que no está escrito…
Sin embargo, ni una sola vez en estos cuatro años le he escuchado a mi hija quejarse del reto que le ha tocado asumir junto a su marido. Ni rabia por las circunstancias poco favorecedoras, ni autocompasión por el freno inevitable en su vida profesional, ni pataletas contra el Universo.
Mi hija es todo un ejemplo para mí de cómo canalizar la propia fuerza para aceptar y sobrellevar el desafío que la vida le ha puesto ante sí. Es una mujer luchadora como deberíamos serlo todas cada vez que haya nubes negras en nuestro horizonte personal.
El camino de su labor profesional les llevó a México hace ya ocho largos años. Allí se enraizaron y allí nació la niña. Tan lejos.
Fue una ciudadana mexicana más hasta el pasado mes de julio en el que el gobierno de Yucatán recortó las ayudas para el centro concertado de rehabilitación infantil dejando a más de 900 familias casi desamparadas. Estos recortes presupuestarios afectan, obviamente, a las posibilidades de desarrollo de estas niñas y niños con diferente discapacidad.
Mi hija vivía su vida como mujer y madre, en una lucha serena y tranquila por el bienestar presente y futuro de su pequeña hija, hasta que se ha dado cuenta de que tiene que batallar con mayúsculas porque su lucha es la de todos los que están en su misma situación.
Antes era una ciudadana anónima y ahora le conocen por sus interpelaciones al Gobernador y al mismísimo Presidente de la República; a sus intervenciones reivindicativas en los medios y a la recogida de más de 40.000 firmas apoyando la recuperación de los presupuestos para la rehabilitación de niñas y niños con discapacidad en el estado de Yucatán.
Mañana, martes, “Día Internacional de las personas con discapacidad” se presentará ante la sede del Gobierno portando la caja con las firmas reunidas. Pidiendo audiencia al Gobernador y soluciones, compromiso de cumplir lo prometido y aprobado, exigencia de solidaridad por parte del Estado con sus ciudadanos y aplicación de los Derechos Humanos para con los seres con discapacidad.
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Mi hija lucha y le apoyo, le comprendo, juego en su equipo y me enorgullezco de que sea una mujer luchadora más, como hay millones que luchan por una vida mejor para sus hijos.
Aurrera, Xixili, tú puedes. Todas podemos cuando queremos.
Zure ama.
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