Ha quedado en el imaginario colectivo la tradición ineludible inyectada en vena de que las fiestas de Navidad son esos días entrañables en los que los diversos miembros de la familia (dando por supuesto que todo el mundo tiene una) van a juntarse alrededor de una mesa para proceder a la ingesta desaforada de comida durante varios días seguidos y/o alternos, recorriendo para ello los kilómetros que les separen de su lugar de residencia habitual al meeting point negociado de antemano.
Es decir: que no se discute en voz demasiado alta el mantenimiento de las tradiciones navideñas cristianas aunque la mayoría de los participantes en estas cuchipandas consumistas tengan una muy peregrina relación con el auténtico sentido religioso de las fechas.
Lo que me llama la atención –otro año más- es comprobar cómo se sigue repitiendo en buena parte de la sociedad una pauta contradictoria. Me refiero a esa costumbre de juntarse familiares que prácticamente no han tenido entre ellos contacto durante el resto del año. Supongo que esto ocurre porque hay una “mesa familiar” que aglutina a hijas, hijos, yernos, nueras, hermanas, hermanos, cuñadas, cuñados, sobrinada en general y nietos si han llegado ya.
También sé que muchos se quieren de verdad, que son una piña, pequeños clanes enhebrados por el afecto que son felices pasándose la pelota del cariño. Es lo que yo llamo “familias de película” y lamento estar con la racionalidad a cuestas todavía cuando de estos temas se trata. Tanto me afecta que ni siquiera soy capaz de ironizar al respecto.
Por cierto que en “mi casa” ya hace bastantes años que no hay discusiones ni negociaciones previas para ver si se celebra la Nochebuena aquí, la Navidad allá, que el año pasado hicimos así y éste toca asá. Llega un momento en que cada uno va a su bola y ya ha quedado más que meridianamente claro quién se lleva bien con quién y que la única condición para juntarnos es la del cariño y el respeto y cuando falta -que eso pasa en las mejores familias- pues aquí paz y después, gloria.
Desde que mis hijas volaron del nido –como metáfora- y a otros países –como realidad- las navidades me la soplan. Las celebro cuando puedo, si es que puedo; a veces con una semana de anticipación por aquello del precio exorbitado de los billetes de avión, a veces con la conciencia tranquila y el ánimo lo más sereno posible en la soledad de mi casa. Este año faltará mi perrillo, que bien que nos divertíamos él y yo bailando los villancicos de Boney M. y riéndonos de las broncas que habría en algunas otras mesas.
Ya falta menos para Semana Santa.
Felices los felices.
LaAlquimista
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