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Cecilia Casado

A partir de los 50

Comilonas: el peor regalo navideño

 

Echemos un instante la vista atrás. Años 50 del siglo pasado en los que España todavía padecía los coletazos de una durísima post-guerra. Faltaba de casi todo y, tan sólo con cuentagotas, los más esforzados trabajadores o los que menos escrúpulos tenían, eran capaces de sacar adelante a aquellas familias –casi siempre numerosas- que demandaban ropa, calzado y tres comidas diarias, así que se gastaba lo justo en lo estrictamente necesario.

Los lujos eran la televisión (en blanco y negro por supuesto) y un utilitario para los más favorecidos. Nada de marcas en la ropa ni de caprichos para los hijos. La cultura, como siempre, seguía bajo mínimos, pero era porque había prioridades absolutamente definidas; se vivía –mal que bien- en los peldaños más bajos de la pirámide de Maslow.

Otro lujo-para los días de fiesta- era la comida. No el foie fresco y las angulas y las ostras; no la calidad y las delicatessen, que quedaban para las casas pudientes, sino la CANTIDAD.

En aquellos tiempos navideños un pollo era un manjar, hacía furor la sidra achampanada, los langostinos todavía no se habían socializado  y la costumbre era que las amas de casa estiraran el presupuesto llenando la mesa con muchísima comida, signo incuestionable, al fin y al cabo, de que se celebraba la fiesta “como Dios manda”.

Esa tradición de excesos sobre el mantel se ha ido pasando de madres a hijas (casi siempre en lo femenino, me temo), como si fuera una obligación navideña empapuzarse de comida hasta conseguir que el estómago proteste por tanto desvarío gastronómico. Parece que esta mala costumbre es más fuerte que la propia inteligencia y sensatez de la edad adulta, una especie de “coletazo atávico” que impulsa a sacar a la mesa platos y más platos que, obviamente, nadie termina de comer y contra los que se protesta con poca eficacia y mucho gesto de hastío.

¿Qué impulsa a una buena mujer a pasarse HORAS y más horas en la cocina haciendo croquetas, rellenando mejillones, preparando huevos duros con cosas dentro y fritangas variadas? ¿A qué viene poner sobre la mesa platos con jamón y embutidos variados, espárragos “dos salsas”, langostinos a tutiplén y pimientos del piquillo rellenos de lo que sea? Luego un caldito para hacer sitio y templar el estómago… y una cazuelita de gulas con gambas. (Autoengaño donde los haya para quienes han saboreado las auténticas angulas y lloran por tener que ingerir un sucedáneo sin fuste ni gracia).

Cuando el personal lleva más de una hora comiendo y ya no hay ganas de nada más, aparece lo absurdo, lo escandaloso, esas fuentes con grandes pescados al horno o solomillos con patatas fritas; incluso cabritos o cochinillos que pueden producir alucinaciones a los comensales ya ahítos, estragados sus estómagos y a punto de vomitar. ¡Qué pesadillas digestivas se avecinan!

De postre han hecho compota y está espesa, potente, riquísima…pero desperdiciada con tanto abuso preliminar. Para rematar la tortura se sacan los turrones, mazapanes, polvorones, mantecados y demás parafernalia que tan sólo puede consumirse, poquito a poco y a lo largo de las horas de sobremesa, empujada por cava o licores extraños de alta graduación. Café no, que quita el sueño… Infusiones, no hay, qué pena.

Al día siguiente, durante la comida de Navidad o de Año Nuevo, se sacan las sobras aprovechables y algún nuevo plato que se ha cocinado con mucha desgana y más cansancio : un corderito, unas chuletas o unas más ligeras kokotxas o quizás una cazuela de merluza en salsa verde. Otro desatino más.

No estoy exagerando aunque –y no sé si es una queja o un alivio- en mi casa nunca ocurrió una cosa así puesto que mis padres eran frugales y nada dados a las estridencias gastronómicas; digamos que preferían la calidad a la cantidad y no sé si entonces me hacía mucha gracia, pero fue lo que me tocó vivir.

Mañana empieza otra vez el ciclo imparable de las mesas rebosantes, abarrotadas de comida para llenar las panzas de personas que, nunca más y desde hace lustros, han vuelto a sufrir hambre o escasez de alimento.

¿Hay quien pare esto? ¡Por supuesto que sí! Precisamente nos toca a nosotras –me temo que en femenino- las mujeres de más de cincuenta años que invitamos a los seres queridos a compartir nuestra mesa, aportar la solución de una vez por todas. Seamos inteligentes, comedidas y prudentes. Estoy segura de que nuestros invitados nos lo agradecerán.

Felices los felices.

LaAlquimista

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Por si alguien desea contactar:

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


diciembre 2019
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