El catorce de febrero me pasó inadvertido hasta que un chico que me gustaba mucho me regaló una cajita (muy pequeña) de bombones con una postal cursi llena de corazones. Los dos andábamos por los catorce y cuando pedí una explicación a tal “ofrenda” él quedó callado y con cara de alucinado, pero en cuanto me zampé el primer chocolate –con la boca pastosa de cacao todavía- me agarró para besármela sin que por mi parte hubiera habido más provocación que la de relamerme (por el bombón, se entiende). Pensé entonces –es un recuerdo algo difuso pero que persiste- que algo no me cuadraba ni en la ecuación ni en la intención.
Muchísimos lustros después recuerdo los “sanvalentines” de mi vida como un peaje obligado que se le (im)ponía al novio/amante/marido de turno para que quedara bien patente que nos seguía queriendo como el primer día. Un vasallaje fácil de cumplir, dinero interpuesto. Es decir: cuanto más caro era el regalo más se nos enseñaba a entender que valía el amor que suscitábamos. ¿A alguien le suena de algo esta falacia?
Tuve parejas bien adoctrinadas (supongo que por las mujeres de su familia o por sus amigos más experimentados) que me ofrecieron, a saber: un viaje a París, un anillo de oro con piedras de colores, un abrigo de cuero e incluso –imposible de olvidar- un ordenador de sobremesa cuando empezaron a salir.
Yo creía firmemente –porque llevaba anteojeras, qué duda cabe- que aquellos regalos eran fiel y paralela expresión de sus sentimientos hacia mi persona. Lo creía como lo creemos todavía demasiadas mujeres, que ese truco de regalar el 14 de Febrero “algo”, “tener un detalle” o “cumplir con la tradición” es una manera de demostrar los sentimientos.
Y no sé yo, sinceramente, si no estamos un poco tontas nosotras y están un poco tontos ellos también, si todavía no hemos comprendido las “cornadas” que hay detrás de muchos papeles de regalo con lazos de colores.
Lo que más me chirriaba era el hecho de que parecía una “obligación” que atañía únicamente a una de las partes de la pareja, casi siempre la masculina, como si fuera una ofrenda a las vírgenes del templo a la que tuviéramos nosotras derecho. Qué ridiculez tan bien extendida hasta los tiempos presentes.
Igual hay quien todavía desconoce el hecho de que San Valentín es el icono y elevado a santo patrono del colectivo LGTBI. Un mártir por defender el amor en toda su expresión de la libertad es algo emocionante, lo admito, mucho más que otros reconocidos únicamente por reivindicar a ultranza su presunto fanatismo religioso.
Paradójicamente, hoy habrá demasiados regalos de San Valentín que no serán expresión de amor hacia la persona que los recibe sino pequeñas o grandes hipocresías para enmascarar, precisamente, la falta de amor.
A mí, cornadas no me ha dado el hambre, pero “San Valentín”… unas cuantas. Pero como siempre digo…
¡Felices los felices!
LaAlquimista
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