Recuerdo mi adolescencia pegada al teléfono de la mesita del salón y a mi padre de los nervios porque no comprendía qué tenía que hablar con mis amigas si acababa de volver de la calle de estar con ellas. No captaba el buen señor que hablar por teléfono –en la adolescencia- era una actividad en sí misma tan digna de consideración como sentarse a leer un libro o escuchar desde el sillón un concierto de Brahms de los que tanto le gustaban a él.
Pertenezco a una generación que ha hablado por teléfono y por los codos, aunque debo reconocer que en muchas ocasiones he acabado con la oreja echando humo. Recuerdo ahora –me visualizo a mí misma- hace veinte años, agarrada al auricular del fijo (ya que hablar por el móvil costaba un riñón al no haber tarifa plana), de nueve a medianoche, manteniendo la emoción de una relación a distancia de esas que son duras y raramente maduran.
Pero los tiempos nos han cambiado y me chirría de mala manera la (fea, a mi entender) costumbre tras las que se parapeta gente de mi edad para comunicarse de forma en que no tengan que desgastar las cuerdas vocales. Sí, el maldito/bendito Whatsapp, heredero invasor/conquistador de aquel SMS que tanto furor hizo en décadas pasadas.
Algunas personas me han llegado a decir que no les gusta hablar por teléfono “porque es una pérdida de tiempo”; otras, que renuncian a la comunicación oral a distancia porque la consideran “invasiva”. También hay quien está convencido de que el teléfono supone una “intromisión insoportable en la intimidad de la persona”. Y algunos más –que no son minoría por cierto- dicen que prefieren teclear por Whatsapp porque pueden hacerlo desde el trabajo sin que los jefes se den cuenta. Muy listos ellos, vaya que sí.
El caso es que el tema ya me está tocando el trigémino. ¿Que no quieres hablar conmigo, charlar un rato mientras nos ponemos al día de las últimas alegrías o penas que nos han ocurrido? ¿Que te parece que es perder el tiempo? ¿Que no te aporta nada y te incordia? Pues muy bien, tomo nota.
Ahora bien; no te enfades si me salgo del grupo de whatsapp que martillea mis neuronas con memes estúpidos, vídeos de siete minutos fuera de todo contexto, fotos que no he solicitado o no me interesan –porque no son mías sino de otros- o mensajes realmente importantes que se pierden en el fárrago de lo banal y que luego alguien tiene a bien reivindicar como si lo hubiera publicado en el B.O.E.
Acepta también que yo tengo el mismo derecho que tú a utilizar el medio de comunicación que más me agrade, que mejor me convenga y con el que más identificada me sienta. Sí, ya sé, que si nos ponemos en este plan de no ceder –o de hacer cada quien de su capa un sayo- muchas relaciones van a irse al garete, pero creo que vale la pena separar el grano de la paja y elegir, de una vez por todas, -que ya tenemos “una edad”- la forma en la que queremos desenvolvernos en las relaciones con los demás.
Demasiada gente hay que dice “sentirse sola” porque no tiene la posibilidad de relaciones sociales que le hagan sentir que no vive en una cueva inhóspita sin más conexión exterior que un Smartphone o una pantalla de ordenador.
¡Qué alegría escuchar la voz de alguien por quien sentimos cariño, amistad, afinidad! ¡Qué placer compartido el de los matices y las risas! ¡Qué ayuda más grande el desahogo solicitado y permitido! Y esos silencios…que dicen también tantas cosas.
¡Qué haría yo sin escuchar la voz de mis seres amados! ¡Qué haría si me viera abocada a un silencio impuesto…! Quienes viven solos acabarían atrofiando sus cuerdas vocales o como aquel que tenía a gala no hablar más que con la cajera del súper cuando le preguntaba: “¿Quiere una bolsa…?
Hablemos más con la gente en los bancos del parque, en el transporte que nos lleva de aquí para allá, en la cafetería o en el bar con el de al lado, a la salida del cine, en un museo, en el gimnasio o incluso… ¡por teléfono!
Felices los felices.
LaAlquimista
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