Vivir compadeciéndose es el camino más directo para hacer que el personal se harte de uno además de ostentar el récord de “método infalible para quedarse solo”. Ventajas, creo que no tiene ninguna, como no sea esa discutible satisfacción masoquista del “qué bueno soy y qué poco me quieren”. Pero hablemos (un poco más) en serio porque el tema lo merece.
La autocompasión viaja agarrada a la mano de la autoindulgencia; es decir: me perdono todo lo que me ocurre eludiendo la parte de responsabilidad que me corresponde, y echo los balones fuera para que los remate al que le caigan cerca. En realidad, compadecerse de uno mismo es casi lo mismo que considerarse una víctima…de casi todo en general y de situaciones elegidas en particular.
Me compadezco de mí porque tuve una infancia desgraciada o porque se me hurtaron las posibilidades que a otros les pusieron en bandeja o por la mala suerte de haber nacido antes o después del momento oportuno y con la piel más clara o más oscura de lo que me habría procurado mejor suerte.
Enfocar estrictamente la mirada en sí mismo provoca una distorsión de la realidad observada que limita cualquier apreciación objetiva. Dicho en sencillo: ponerse anteojeras y no ver más que lo que uno quiere ver, en este caso, al del espejo o al Narciso del mito.
La autocompasión es un deporte de riesgo que también he practicado en alguna ocasión porque necesitaba abandonarme, porque necesitaba dejar de ser ese ser humano potencialmente entero, fuerte y seguro que siempre he deseado ser.
Cuando me he compadecido de mí misma he observado las siguientes reacciones en los demás. En primer lugar, rechazo. En segundo lugar, burla. Y para terminar, condena. Tan solo me han aguantado un par de asaltos quienes me aman; digamos que me han dado cuartelillo durante media hora –justa- y luego me han puesto las peras al cuarto.
–“Basta ya, acaba con esto de una vez que no te beneficia en nada” O un mucho más contundente: -“No te comportes como si fueras el ombligo del mundo que hay quien lo tiene más crudo que tú”. También hubo quien me dijo cuando sentí que estaba hundiéndome en la porca miseria: –“Abusas. Cuando acabes, me llamas”. (Acabé de abusar, pero ya no me apeteció llamar.)
Se aprende de todo lo malo si se quiere aprender, de ahí eso que me gusta tanto repetir de que “el peor ejemplo es el mejor ejemplo”. De lo bueno, se disfruta a secas si sabes estar atento.
Por eso, cuando veo que me deslizo por la rampa de la autocompasión cierro la puerta de mi casa para que nadie lo vea ni lo tenga que padecer porque las consecuencias se pagan en bofetadas emocionales que duelen más que pillarte los dedos con una puerta.
Y cuando se me pasa –porque siempre acaba por pasarse- me reincorporo a la vida con cierto disimulo esperando que pocos (o nadie) se hayan dado cuenta de mi debilidad llorona, aunque reconozco que llorar también es bueno y limpia hasta en los rincones más difíciles.
Felices los felices.
LaAlquimista
https://www.facebook.com/laalquimistaapartirdelos50/
Por si alguien desea contactar:
apartirdeloscincuenta@gmail.com