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Cecilia Casado

A partir de los 50

Enseñanzas de aeropuerto

Desde siempre he tenido una buena relación con los aeropuertos y sé que esto ocurre -como con algunas personas- porque los he frecuentado únicamente por placer. Se me instala una excitación empujando la maleta hacia un destino que siempre se me antoja amable, algo parecido a esos nervios de los críos que inauguran cada día de su existencia mirando a lo lejos y sin parar mientes en las piedras que están a sus pies.

Me emociona el viaje y me extiendo en los prolegómenos, así que tiendo a relajarme en los aeropuertos –lo que te permiten, que es menos de lo que se desea- y pasar el tiempo observando al personal en vez de curioseando por las tiendas caras con el delator rostro de quien no va a comprar nada.

En un gran aeropuerto no veo más que dos tipos de personas: los viajeros y los que hacen con su trabajo que los primeros cumplan su tránsito con la mayor comodidad posible, así que me paro en los detalles para aprovechaer el rato mientras hago “largos” empujando el carrito del equipaje de mano: ya habrá luego demasiadas horas sin poder estirar las piernas.

La gente que quiere descansar en horizontal tiene que hacerlo en el puro suelo. Así, sin paliativos. Todavía no he encontrado en la T-1 de Madrid esos sofás/tumbonas de los que he disfrutado en otros lugares que permiten echar una siesta entre vuelo y vuelo y conseguir que la columna vertebral deje de sufrir en un torturante ángulo recto. Grandes cerebros han diseñado asientos “inteligentes” con barras delimitadoras entre uno y otro de forma que nadie que no sea contorsionista de profesión pueda tumbarse.

Se acabaron aquellos viajeros -egoístas e insolidarios- de antaño que copaban tres o cuatro asientos para ellos solos estirando patazas y equipaje y durmiendo entre vuelo y vuelo cerca de la preceptiva puerta de embarque. Ahora todos sentados, tiesos y formalitos. No sé si está bien o está mal, pero qué difícil hallar un asiento libre para el cuerpo cansado cuando la costumbre consiste en sentarse y ocupar el lugar de al lado con el equipaje de mano, mochila o bolso. Ahí estamos todos: a dos asientos por persona que parece que da grima sentarse al lado de otro ser humano.

Otrosí de esos “duty free shops” que hay que atravesar de camino a puertas de embarque, serpenteando con los bultos propios y con buen cuidado de no cargarse las montañas de artículos en difícil equilibrio expuestos a la venta en ese laberinto consumista ineludible. Me recuerdan a las tiendas de los museos que son también paso obligado hacia la puerta de salida. Si compras algo, pues qué bien; pero si tan sólo curioseas te llevas de regalo las miradas mitad indulgentes mitad lo que sea de los vendedores que pululan en proporción desproporcionada para tales lugares.

La zona VIP es diferente, qué duda cabe, pocas veces he podido acceder a ella, por eso sé que forma parte de una realidad paralela que los viajeros de clase turista ni siquiera acertamos a imaginar. Un sofá y un café de verdad pueden marcar la diferencia entre un mal humor exasperante y una resignada aceptación de la situación.

Gente y más gente bullendo en un ir y venir estruendoso y, sin embargo, nadie habla con nadie, tan sólo cantinela de fondo por el altavoz que cada dos por tres te indica que estés atento a tu vuelo porque no piensan dar aviso de él por los altavoces; un despropósito curioso.

Para sentarse cómodamente hay que acceder a alguna cafetería franquiciada; entonces, sí, estás a gusto, en tu mesa, con asientos cómodos, donde puedes perder varias horas filosofando sobre la vida que hay más allá de un vaso de cartón. Por el –nada módico- precio de algo que se beba tienes derecho a wifi y tranquilidad durante horas, aunque tu olfato se vea avasallado por los “aromas” de lo que martirizan en sus cocinas.

Un aeropuerto y sus aviones me emocionan y deprimen a la vez; tantos humanos juntos y tan aislados unos de otros, sin hablar, ni mirarse apenas, dejando todos su destino en manos del comandante que pilotará la nave y de los mecánicos que la han supervisado antes del viaje. (Crucemos los dedos)

De repente, ante un pequeño mostrador bajo el rótulo de cualquier puerta de embarque, aparece un empleado de la compañía; es como si hubieran dado el pistoletazo mudo de salida: como pinchados por la misma espuela, los viajeros se levantan al unísono; rápidos y apresurados van formando una fila ante el mostrador. De esta manera se puede llegar a permanecer varios cuartos de hora, cansados y absurdos, de pie. También sin hablar unos con otros.

Luego, documentación en mano, pasaremos por esos tubulares pasillos que conectan la aeronave con la terminal. Accederemos como niños aplicados al asiento designado y seguiremos mudos y ensimismados -en nosotros mismos o en la tecnología disponible- hasta que las ruedas del avión vuelvan a tocar tierra. Y dando gracias a todos los dioses por haber llegado y por que no nos haya tocado al lado el típico viajero que padece el síndrome de contarte su vida sin que le hayas hecho ninguna pregunta.

El que viaja solo se siente más solo que nunca. Y quien viaja en compañía, puede que también. A mí me gusta cerrar los ojos y soñar con mi destino.

Felices los felices.

LaAlquimista

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Por si alguien desea contactar:

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


marzo 2020
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