Empecemos por el final. Desde los confines del mundo supe del emotivo aplauso que estremece al país todos los días a las ocho de la noche. Lo vi en las redes y me enviaron muchos vídeos, pero hoy, domingo, me ha pillado en casa, recién llegada del periplo que he llevado a cabo para regresar desde Yucatán.
Se me han saltado las lágrimas, lo confieso, y no me vale decir que ha sido por el cansancio. De repente tomo conciencia de la enormidad del trabajo y del esfuerzo que están haciendo los equipos sanitarios en su totalidad por cuidar y salvar vidas aún a riesgo de la suya propia. ¡Cómo se atrevió alguien a decir el otro día ese patético y cínico “para eso les pagan”!
Me ha sobrecogido la erupción de la humanidad que estaba silenciosa y oculta tras sus ventanas hasta el momento preciso de la hora en punto; una ciudad que he reencontrado fantasmal en sus calles pero no así en sus casas donde habitan seres con corazón que quieren agradecer de una manera sencilla, pero con profundidad. Llevaba unas horas en mi casa, en silencio total, mirando por el ventanal los grises de una tarde de domingo llena de murria y fatiga. Estamos vivos, muchos con gran dolor -y deseo que no menor esperanza- y he sentido que ese fragor que puede que sea la pequeña catarsis diaria tiene un gran valor emocional. Como el grito ancestral de la tribu unida ante el peligro.
He pasado las últimas seis horas en un autobús atravesando la meseta y los páramos de Castilla-León hasta alcanzar el verde de mi tierra. Por carreteras habitadas por grandes camiones transportando alimento o esperanza. Seis horas en silencio total en un autobús: seis pasajeros y el conductor. Los conductores, otros generosos solidarios. Parecíamos una reata sobre ruedas. Tan incómoda me he sentido que, ya por las curvas de Tolosa, he tenido un conato de mareo. Supongo que no me ha ayudado demasiado el hecho de llevar veinticuatro horas seguidas respirando malamente tras una mascarilla, sin dormir y a nueve mil pies de altura en un par de aviones.
Volver a casa, al ojo del huracán, al país que dispara cifras de contagiados y fallecidos por un virus desconocido hasta ahora. Volver a casa pudiendo haberme quedado en México, con mi familia, protegida teóricamente por una estadística de contagio que aún es mínima en ese país. Volver a casa; es todo cuanto deseaba. A quien no lo entienda sin más no se lo puedo explicar.
Durante el largo vuelo transatlántico no he podido evitar imaginarme envuelta en el caos aeroportuario de la ciudad “asediada” por el virus: Madrid. El triste epicentro de una enfermedad que es invisible pero que “nos ve” a todos como posibles y plausibles víctimas. Para no calentarme la cabeza, he visto “Joker” y la locura del protagonista me ha recordado a nuestra propia insania; todos llevamos en algún lugar interno, oscuro y casi inaccesible, ese pequeño monstruo que, algunos, los menos, llevan por fuera.
Pensamientos negativos, catastrofistas, me asaltaban mientras el tren de aterrizaje salía de su guarida con un estruendo de volcán en erupción. Anticipando hipótesis molestas, esperas nerviosas, revisiones obligadas, el compendio de tantas imágenes registradas en los telediarios voceando el caos de los controles sanitarios.
Aeropuerto Adolfo Suárez (Madrid). Siete de la mañana. Los pasajeros del vuelo de Iberia IB6400 desembarcan como niños de orfanato: silenciosos, cariacontecidos, con la cabeza gacha. Nada queda de ese movimiento generalizado al aterrizar en que todo dios se levanta a la vez, busca sus cosas, bloquea los pasillos del avión con un ansia enfebrecida por salir. No. Todos temerosos, qué duda cabe.
Los pasajeros del vuelo IB6400, hemos recorrido cientos de metros de pasillos desiertos, subido y bajado escaleras mecánicas hasta llegar a la sala del “gran hermano” de los pasaportes; en ordenadísimas filas hemos puesto a escanear –una vez más- la documentación y posado para el aparato ese de reconocimiento facial o similar esperando a las luces verdes y pitidos de paso franco. Todos en manada también, hemos accedido al tren que lleva a la T4 en cuatro minutos para recoger nuestros equipajes. La cinta los ha vomitado todos en menos de quince minutos, increíble prontitud y eficiencia. De ahí…de ahí…. ¡A la calle! ¡Todos libres al frío matutino de Madrid! O a enlazar con otros vuelos por más pasillos tenebrosos.
¿Y los controles sanitarios? ¿Y los funcionarios, policías o a quienes competa, que vigilan –que deberían estar vigilando- quién y en qué condiciones de salud entra en Madrid, zona cero de la debacle?
NADA de NADA. NADIE CONTROLANDO. Cero patatero. Lo juro. (Sr. Sánchez, usted, o nos engaña o no se entera de nada.)
Doce horas antes, en Ciudad de México –mal llamado por aquí el DF- hemos salido del país rodeados de turistas rusos o italianos con sombreros charros atados al equipaje de mano. En el avión había viajeros de varias nacionalidades, pero sobre todo de la zona de los Balcanes. Y muchos españoles, por supuesto. Hemos “convivido” en los nada amables asientos de la clase turista, unos con protección –cubrebocas y guantes- y otros “a pelo”. Con un par. La tripulación iba pertrechada hasta las cejas, supongo que por directriz de la compañía.
Contradicción total y absoluta con el vuelo de Interjet que me había llevado horas antes desde Mérida (Yucatán) a CDMX, en el que las azafatas iban maquilladas, sonrientes y felices y poco les ha faltado para –en su amabilidad- darnos dos besos a cada uno de los pasajeros. Con un par también. Por todos los dioses. Igual es que en México piensan que lo que ocurre en Europa en general y en España en particular es un “castigo divino” por haberles “conquistado” hace quinientos años. Inconsciencia, falta de previsión o simplemente ese carácter mexicano de tomarse muchas cosas vitales (o mortales) con su particular “hueva”. En fin.
A las seis de la mañana salí el sábado de la casa de mi hija rumbo al aeropuerto después de una semana de confinamiento voluntario. VOLUNTARIO. Que allí el gobierno habla con la boca pequeña porque si lo hiciera con la grande no le iban a hacer ni caso.
Retorno a la casilla de salida. Pero en vez de hacerlo con tristeza, miedo o decepción (por las vacaciones familiares frustradas) lo hago sobrecogida por el aplauso de las ocho de la noche. Y ya no he podido escribir con el mismo ánimo que traía. Empiezo ahora mi verdadera cuarentena en soledad, no vaya a ser que con tanto aeropuerto y tanto caos virulento se me haya colado “el bisho” por la esquina de la mascarilla de papel y no me haya enterado.
Felices los felices. Mientras se pueda.
LaAlquimista
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