Las personas que vivimos solas y a las que no nos disgusta cierto grado de soledad tenemos la mitad de los deberes hechos a la hora de vernos confinadas en casa, sobre todo porque no se nos cae encima. El entrenamiento al que nos hemos sometido durante años –algunas, incluso lustros- nos sirve ahora para “resistir” con menos problemas psicológicos.
Cierto es que estoy con ganas de buscar el lado bueno de las cosas, de intentar ir poquito a poco transmutando esta energía extraña (no quiero decir negativa) que nos envuelve en algo que sea más “respirable”, pero soy muy consciente también de que la mayoría de las personas viven compartiendo el pan y la sal con otros seres y que la convivencia en confinamiento tiene que provocar que salten chispas. O como decía el filósofo: que aflore lo mejor y lo peor de cada persona.
¿Y si hemos dejado aparcada nuestra rutina diaria, cómo haremos para interactuar con los que ahora se han quedado de puertas para afuera? La solución inmediata –aunque dudo de que sea la más efectiva- consiste en volcarse con furor sobre las redes sociales y el alivio que proporcione un Smartphone, tableta o computadora.
La mía es tirando a vintage; ya sabéis: hablar por teléfono. Esa fuerza de la voz, esa energía que transmiten las (buenas) palabras, el ánimo que se imparte y el desahogo que se comparte. Hablar. Como hemos hecho siempre. Como ya muchos casi han olvidado.
Por eso he lanzado un mensaje –de whatsapp, qué remedio paradójico- a mis contactos diciéndoles que, si quieren hablar, que me lo digan, que yo llamo o que me llamen, tanto da. Que podemos hablar de lo que apañaremos para la comida o de la preocupación que sentimos por algún familiar que tose demasiado.
El habla. Ese privilegio con el que hemos sido bendecidos los humanos por encima de otros seres vivos. La voz. Esa música que reaviva corazones mustios cuando la nostalgia empieza a tejer telarañas.
No nos encerremos más todavía de lo que requieren las circunstancias. El problema –el auténtico problema de la soledad- no es el hecho de estar solos, sino la fatalidad de sentirse solos. Y…¡Cuántas veces lo estamos porque nos da la gana! ¡Cuántas (demasiadas) veces rechazamos a los demás metiéndonos en nuestro agujero oscuro! ¿Qué esperamos conseguir? ¿Ser más felices…o por el contrario ser más víctimas de nosotros mismos?
Desde que he vuelto a casa llevo muchas horas hablando por teléfono. Con quien me busca, respondiendo a quien me llama y marcando yo también el número de quienes siento distantes. Me lleno de voces, me sumerjo en las palabras que son, hoy más que nunca, el puente que nos conecta a unos con otros. Al anochecer, busco el silencio. Un equilibrio que me viene muy bien.
Si quieres hablar, llámame. O escríbeme y te llamaré yo. No importa que no nos conozcamos; estamos en el mismo barco.
Todo este “tiempo libre” que tenemos ahora mismo puede ser empleado de mil maneras positivas. Y de no pocas negativas, qué duda cabe. Elijamos. Y elijamos bien.
Felices los felices.
“Si sabrá la primavera que la estamos esperando”
https://www.youtube.com/watch?v=RfG14POGh3k
*Escucha este poema. Cierra los ojos, y escucha atentamente. Es un regalo.
LaAlquimista
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