En estos más de dos meses que llevamos de arresto domiciliario, ergo confinamiento, ya lo hemos probado casi todo para no escuchar el runrún de la propia mente o los audios de los expertos en marearnos con sus contradicciones. Al principio, no había más horizonte cotidiano que salir a comprar el condumio, el periódico o pasear al perro. Fueron tan listos los políticos que echaron mano del gremio de sociólogos y vendedores de humo para plantearlo como algo extraordinario. Fíjate qué oportunidad de oro –decían- para conocer de cerca a tus hijos, más de cerca a tu pareja o revolcarte en la intimidad de la soledad con tu otro yo, ése al que casi nunca hacíamos caso porque era menos traumático mirar hacia afuera que hacia adentro.
El personal comenzó a compartir sus ideas “originales” para matar el tiempo (qué terrible paradoja, “matar” aquello que nos proporciona la vida): que si zumba en familia sudando como locos y machacando las articulaciones a base de impactos bestiales, que si karaokes demoledores –sobre todo para los vecinos- haciendo coros infumables para grabarlos en vídeo y ponerlos en el grupo de whatsapp familiar o en Instagram (y esperar el aplauso y el like obligatorio).
Luego vino la locura de meterse todo quisque a “cocinillas” –sobre todo los padres con los hijos bajo la mirada condescendiente de la cocinera oficial del reino. Para entonces ya se les había sacado chispas a los aperos de limpieza–cubos, bayetas, sprays y estropajos- mediante la creación de brigadillas domésticas; de repente todo el mundo se dio cuenta de lo guarra que tenía la casa.
El wifi echaba chispas por todos los rincones donde hubiera un ser humano pertrechado de sus pantallas líquidas: Smartphone, tableta y ordenador. Para colapsar el espacio visual ad nauseam –sin tener que esforzarse en leer un libro, reliquia de otro tiempo, según sigue viéndose- se abrió la veda de las suscripciones a series y películas en sesión continua; hasta quienes abominaban antes de los diversos “netflix” han tenido que claudicar ante la presión familiar. Mejor tenerlos a todos embobados que dando la tabarra.
Resumiendo, que ya no quedaba casi nada más que hacer que llegar al borde del ataque de ansiedad al aplauso de las ocho para caer derrengados en el sofá de tanta actividad extravagante. A partir de la tercera semana la gente comenzó a confesar sin pudor alguno el aburrimiento supino que supone estar encerrado en casa en vez de tomando el aire por ahí.
Como no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista hemos ido recuperando el aliento de a pocos; que si ya se puede salir a la calle a desfogarse vía paseos o deportivamente en franjas horarias dignas de un plan quinquenal ruso, que si ya van abriendo las terrazas, como si el “terraceo” fuera un bien común y no un privilegio de quienes tienen dinero y tiempo de sobra para gastarlo; que si abren las peluquerías y todas locas y locos por arreglarse el look descuajeringado; la masajista, el chino de la esquina y las librerías, éstas últimas para deleite y placer de unos pocos, entre los que me encuentro sin lugar a dudas.
Ya tenemos algo más con lo que levantar la cabeza del palazo que el aburrimiento ha lanzado sobre nuestras rutinas. Ya solo falta que se pueda ir a trabajar –al que le esté esperando un puesto de trabajo-, que la juventud recupere las aulas perdidas (aunque haya dudas sobre la idoneidad del asunto) y que podamos arrancar el coche para quemar gasolina y sintiendo un poco el aire de la libertad entrando por la ventanilla.
La gente se aburre, nos aburrimos todos, sin hacer caso al gran Pascal que lo dejó dicho bien claro: “Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación.”
Pero como la economía, la industria y la política viven de darnos carnaza para que no nos aburramos –o para que no focalicemos donde está la trampa- seguro que ya están en marcha coloridas campañas publicitarias para convencernos de que la vida es bella, con virus o sin él, y que estas vacaciones el summun va a ser ir al pueblo a escuchar crecer la hierba o a la playa a pelearnos con el vecino que pone su toalla demasiado cerca de la nuestra.
Nos seguiremos aburriendo, me apuesto algo. (Gran olvido por mi parte: el fútbol, que seguramente salvará “la vida” a medio país)
Felices los felices.
LaAlquimista
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*** “Morning sun” Edward Hopper (1952)