Recuerdo a mi padre, abuelo ya de siete nietos, disimulando inquietud y malestar cada vez que se le venía encima una reunión familiar al completo. Se ponía muy nervioso –demasiado, incluso- con la algarabía que se formaba entre criaturas bulliciosas y padres educadores, que no se sabía quién metía más ruido, si los críos con sus gritos o los padres con los suyos, que nunca he comprendido por qué para hacer callar al que grita hay que gritar más fuerte.
El caso es que mi padre lo pasaba fatal, pobre hombre, con sus setenta años de enfermedad a cuestas y teniendo que pagar el precio de perder la paz si quería ver a su familia reunida.
Cuando yo le amonestaba cariñosamente intentando hacerle ver que había que valorar el esfuerzo de todos y cada uno por reunirnos, él me decía: “algún día lo entenderás, hija mía”. Y creo que ese día llegó el domingo pasado, fue una experiencia de las que dejan huella.
Pongamos que la primavera estaba en todo su esplendor y que los ciudadanos ya no estábamos bajo confinamiento; pongamos que encontramos en un pequeño pueblo de la provincia una ruta verde que culminaba en un pequeño restaurante con vistas espectaculares sobre el valle y las montañas. Le podemos añadir a esto que la comida que nos sirvieron nos supo a gloria y que el cafecito en silencio fue el remate perfecto a un día que se intuía perfecto.
Hasta que llegó la familia feliz, con padres, abuelos, hermanos y nietos. Se acomodaron en el ala sur de la gran terraza del lugar y pidieron su condumio. Mientras lo esperaban, abrieron la puerta de toriles y mandaron a “jugar por ahí” a los infantes que les acompañaban (cuatro niños de entre cinco y diez años).
Corrían alborozados entre las mesas de los otros comensales, chillaban y se les veía felices, pobrecillos, después de tantas semanas confinados, qué necesidad debían de tener las criaturitas de soltar la energía retenida inhumanamente. Todo normal. ¿O no?
Me acordaba de mi padre y de lo nervioso que se ponía cuando sus nietos –incluidas mis hijas- armaban bulla a su alrededor cuando él lo único que quería era disfrutar de la lectura o escuchar su música favorita o, echar una siesta en la paz de su hogar. Me acordé de él y no quise torcer el gesto, rebusqué en la faltriquera de los sentimientos un poco de empatía hacia esa familia, tan normal y tan corriente, tan ajena e indiferente a lo que les ocurriera a los demás.
Hubo suerte. Justo cuando ya estábamos a punto del ataque de nervios, cuando ya habíamos abandonado la conversación gratificante de la sobremesa y nos disponíamos a cercenarla, uno de los infantes tropezó con una de las muletas de mi acompañante –sufriente paciente de lo suyo- y se pegó un morrazo descomunal. A los alaridos, llegó envuelta en susto y angustia la madre pertinente que vio el desaguisado que el crío había perpetrado. Pero vio antes a su hijo, claro está y se lo llevó en volandas, chillándole por bruto, por volverla loca, por no quedarse quieto…
Nosotros, qué duda cabe, reímos para nuestros adentros con la risa de aquel “perro pulgoso” de los dibujos animados de la infancia. Aquí lo dejo. Cada quien que saque sus propias conclusiones que este es otro tema de los de ver la paja en el ojo ajeno…
Felices los felices.
LaAlquimista
También puedes seguir la página de Facebook:
https://www.facebook.com/apartirdelos50/
Por si alguien desea contactar:
apartirdeloscincuenta@gmail.com