No se nace, se hace. Como casi todo en esta vida. Últimamente veo más tontos que nunca por ahí –bueno, en realidad los veo en las redes sociales que es la charca donde se reproducen y más a gusto se sienten. Dicen que estamos llegando a una “nueva normalidad” que va a ser el prototipo mejorado de la “vieja normalidad”. Dicen. Hablan. Cuentan. Qué cansancio.
¿Quién no conoce a alguien que, siendo una persona más o menos comedida, se ha convertido en los últimos tiempos en una especie de “azote divino”? ¿Quién se libra de tropezar con tanto “erudito de whatsapp o experto de youtube”? Estomagante.
Y eso que no veo la televisión, que me impongo la total desconexión de imágenes y sonidos a distancia pegados a la pared de mi salón. Llevo más tiempo sin ver un telediario que sin asistir a una misa, que ya es decir. Pura supervivencia mental.
Y, sin embargo, ahí están todos, juntos y revueltos, mis amigos y enemigos, mis conocidos, allegados y colaterales hasta cuarto grado, opinando a voz alzada y mano levantada, ofreciendo clases magistrales de lo que sea (virus, pandemias, experimentos científicos, medicamentos milagrosos y, cómo no, de ciencia política, manipulación y adoctrinamiento). Es que es como para reventar.
Esta denominada E.A. (Estupidez Artificial) –me he inventado el nombre pero seguro que se le ha ocurrido a miles de personas más- va extendiéndose de manera nada sibilina por todos los medios de expansión conocidos hasta la fecha. Del boca a oreja –no confundir con el “boca a boca”-, del cotilleo de patio de vecinos, en la cháchara de la barra del bar, en las sobremesas de más de cuatro individuos; a través de las ondas hertzianas y las electromagnéticas y, cómo no, en el meollo de la tecnología computerizada y la 5G (igual para cuando esto escribo ya existe la 6G, no puedo avanzar tanto).
La estupidez define la torpeza o falta de entendimiento para comprender las cosas. Así, en general. Quevedo afinó mucho más sentenciando: “Todos los que parecen estúpidos lo son y, además, también lo son la mitad de los que no lo parecen”. Genial visionario. María Moliner fue más allá, llamándolo bobo, tonto y falto de talento además de incordio para el entendimiento de las cosas. Por concretar: ahí falta inteligencia.
Dicen los filósofos –los que lo dicen, claro- que la inteligencia humana debe irse desarrollando a lo largo del aprendizaje vital: mediante la cultura, la experiencia, la reflexión y las enseñanzas oportunas.
Es fácil darle la vuelta a este calcetín: sin cultura, sin experiencia, faltos de reflexión y huérfanos de enseñanzas valiosas, todos nos volvemos –o nos volveremos en un futuro próximo de nueva normalidad– estúpidos sin remedio.
La cultura como excelencia en el gusto por las bellas artes y las humanidades es un bien en vías de extinción y no protegido por el estado.
La experiencia pasa por visualizar, comentar y juzgar las vivencias ajenas vendidas como espectáculo (en redes, en los medios o en la Cámara Alta y la Cámara Baja).
La reflexión viene a ser un concepto del siglo pasado al que se dedicaban los que vivían de rentas y tenían tiempo para pensar.
En cuanto a las enseñanzas, no sé yo, pero mucho me temo que sigue en vigor eso de que “el peor ejemplo, es el mejor ejemplo”.
Así que, visto lo visto, voy a hacer una tortilla de patatas (con cebolla) a ver si puedo recuperar el auténtico significado de la vida.
Felices los felices.
LaAlquimista
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