El tonillo irónico festivo con el que mis hijas me regalan de vez en cuando el topicazo de “madre no hay más que una” me suele poner de los pelos; obviamente no me ensalzan por mis virtudes sino que se congratulan de la ‘unicidad’ de la que les ha tocado en suerte. En estos casos me suelo agarrar –como a un clavo ardiendo- a la teoría filosófico-espiritual que dice que elegimos a nuestros padres, que venimos a este mundo a aprender para mejorar en nuestra próxima reencarnación o cualquier excusa que “me” justifique.
Pero no cuela. Mis hijas –cuánto las quiero- tienen un ojo agudo y perspicaz para verme tal y como soy: adornando mi grandeza con todas mis miserias. Aquí no hay trampa ni cartón, una madre no tiene la más mínima posibilidad de falsear, ocultar o hacer pequeñas trampas con lo que es como persona humana y como mujer. No hay maquillaje ni artificio capaz de engañar a un hijo.
Nos conocen desde siempre, desde antes incluso de nacer, han percibido nuestros latidos y los gritos al parir, el llanto emocionado y las penas acumuladas. Nos han escuchado hablar en susurros las más bellas palabras de amor y han bebido la leche y las lágrimas de las que ahora están ellos formados. No hay engaño posible. Ellos saben.
Por eso, porque nos conocen profundamente, saben de nuestras debilidades y, a veces, meten el dedo en ellas; porque ‘pueden’, a veces, se aprovechan de ese amor que saben incombustible; y cuando quieren –tan sólo cuando quieren- te miran a los ojos y te dicen ‘ama, eres la mejor’.
Y una se emociona –cómo no hacerlo- a pesar de saber que precisamente, “madre no hay más que una.”
Hoy rompo una lanza y escribo mis letras –y si fuera la hora adecuada levantaría mi copa- por nosotras, las mujeres que habiendo pasado el ecuador de la vida seguimos queriendo a nuestros “niños” como si tuvieran el mismo candor de loa primeros años de vida cuando lo éramos TODO para ellas y ellos, como si reviviéramos aquel tiempo maravilloso en el que veían por nuestros ojos, suspiraban por nuestros labios y la vida no iba mucho más allá de su pequeña manita agarrada a la nuestra.
Lo más difícil de la maternidad –y esto es opinión personal- consiste en seguir amando a esas criaturas “como el primer día” cuando ellas ya “hacen su vida”, olvidadas de nosotras excepto cuando tienen problemas, volcadas en sus afanes, sus trabajos, sus amores y sus penas.
Las madres nos quedamos entonces en el banquillo, a la espera de que nos necesiten para lo que sea y saltar entonces al campo con la misma agilidad, dedicación y amor que si fuéramos las mejores jugadoras del equipo.
Ahí estamos y estaremos la mayoría de nosotras: jugando en el mismo equipo de nuestras hijas e hijos contra viento y marea. Aunque se pierdan partidos y haya lesiones. Mis hijas ya lo saben porque se lo he dicho mil veces: “yo juego en vuestro equipo”. Aunque sea como “extremo izquierda de reserva en el banquillo”.
Felices los felices.
LaAlquimista
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