Con el paso de los años voy dejando atrás la mente prolija que alguna vez me habitó y aquellos pensamientos tan vulnerables e inconstantes que me agitaban en un vaivén de incertidumbre para, al final, aparcarme en la calle de la perplejidad. Ahora, cumplidos los sesenta, he simplificado mucho; qué digo mucho: muchísimo. Así no me pierdo por vericuetos y mi vida es más tranquila.

Ahora sé que “los grandes amores” no existen, de la misma manera que no hay magia, ni milagros, si acaso el espejismo de un sueño llevado a la dimensión volátil de una realidad inventada. Ahora sé, ahora tengo el profundo convencimiento de que “lo que no es amor, es interés”. Una buena frase, pero mucho mejor es su contenido.

Tan sencillo como darse cuenta de que –tantas veces- lo que empezó como un sentimiento amoroso se ha transformado con el paso de los lustros y el tránsito por las decepciones en un interés más o menos conformista, ese que lleva a pensar que “menos da una piedra”.

Parejas que siguen unidas públicamente y que se odian en la intimidad de su hogar. Familias armadas de afilados reproches y cortantes resentimientos que lloran juntas ante el cadáver del difunto que les maltrató en vida. Trabajadores que no son valorados y que rinden pleitesía a quien les ingresa la nómina cada mes. Amigos que no te querrán nunca, pero que te utilizan como paño de lágrimas para rellenar el pozo de su vacío existencial.

El interés ha ido invadiendo con mucho descaro el terreno de los sentimientos que más amables considerábamos y, sin grandes llamaradas, los ha ido reduciendo a cenizas. Tan sólo al notar el olor a chamusquina hemos caído en la cuenta de que ya no se podía apenas respirar…

Cuando les suelto a mis hijas la frasecita de marras me miran como diciendo: “A ver, ama, qué cínica te has vuelto”. Y entonces les invito a que miren alrededor, les pongo ejemplos paradigmáticos de cómo el interés puede (y suele) camuflarse tras los oropeles del amor. No hace falta mirar películas porque la realidad deja a la ficción muy empequeñecida. O mejor sí, porque son fiel reflejo de la realidad.

Son tiempos estos –convulsos, convalecientes, inseguros- en los que vamos tomando conciencia de que cada vez es más difícil fiarse de nadie porque incluso nosotros mismos vemos reducidas las ganas de dar y compartir. Han pasado “cosas”; siguen pasando “cosas” a todos los niveles. En lo público que afecta a lo personal, en lo social que tambalea lo individual, en los sentimientos que ya difícilmente volverán a ser lo que eran por la falta de abrazos, besos, estrujones y caricias.

A pocos nos gusta que nos pongan la verdad en la cara misma y jugamos a devolver la pelota de la peor manera posible. Lo hacen los políticos en público y los demás les imitamos sin luz ni taquígrafos. Quizás no nos demos cuenta de que la realidad interesada tiene todos los visos de convertirse en algo muy feo…y muy indigno de ser considerado.

Voy observando cuidadosamente, no vaya a ser que me vuelva a pasar que me metan “la espada doblada”, como los duelistas tramposos y confunda las churras con las merinas y me haga un lío emocional de órdago. Y observando, me doy cuenta de que no es tan difícil diferenciar el “amor” del “interés”. Ahí lo dejo para quien quiera hacer la prueba.

Felices los felices.

LaAlquimista

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** Un chiste que se me ha ocurrido ahora mismo:

“Una persona le dice a otra: -Ay, que creo que sólo me quieres por interés. Y la otra le responde: “No, no, que yo te quiero por el capital”. Pues eso.

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