Cuando era pequeña –entre los seis y los diez años- utilizaba la mentira para rellenar el espacio semanal de cinco minutos dedicado a la confesión preceptiva en el colegio de monjas. Revisaba concienzudamente los Mandamientos de la Ley de Dios (y los de la Iglesia) y no sabía cuál elegir para “confesar” que alguno había infringido. Porque estaba claro que algún pecado había de tener en mi haber, no sé, si nos obligaban a confesarnos era porque se aplicaba esa Ley con mayúsculas que dice que “todo católico es culpable mientras no se demuestre lo contrario”.
Así que me decantaba por el Octavo mandamiento –sobre todo porque había algún otro que no sabía exactamente a qué se refería: “No dirás falso testimonio ni mentirás”. La primera parte no sabía qué significaba –y ni se me ocurría preguntar por si las moscas. Lo de mentir ya me iba dando cuenta de por dónde iban los tiros y las muchas ventajas que aportaba a un infante rebelde como yo. La desventaja, ya digo, los viernes en la iglesia.
Porque yo mentía a pesar de que mis educadores –en casa y en el colegio- me instaban concienzudamente a no hacerlo. A ver: no es que fuera la mentirosa mayor del reino, ni mucho menos, sino que lo de los peligros de la mentira formaba parte de un lavado de cerebro generalizado para que tan sólo fuera falaz lo nuestro aunque lo de ellos fuera una trola como un piano aunque maquillada con el tan bien considerado adorno de la hipocresía, que yo no sabía que se llamaba así, pero la conocía por verla todos los días en todas partes.
Si me decían que no debía matar ni robar ni cometer actos impuros ¿?, era la niña más obediente que imaginarse pueda. Yo amaba a Dios sobre todas las cosas porque así me lo mandaban y punto; aunque lo de “al prójimo como a ti mismo” era más difícil porque no se me alcanzaba cómo podía “amarme a mí misma”. Me enseñaron que el amor venía de fuera y que había que ganárselo…pero ése es otro tema.
El caso es que me acusaba de haber mentido a mis padres: “¿Has hecho los deberes?: sí.” “¿Te has lavado los dientes? Sí.” ¿Has rezado antes de acostarte? Sí”. Y gracias a ello ya tenía algo que “confesar” porque si no, menudo panorama, te metían a empujones semanales en el confesionario… ¿y qué le contabas al cura? Aunque alguno había que me volvía loca con preguntas ridículas del tipo: “¿Te has tocado?” y yo le decía, “pues sí, claro, todos los días” y entonces escuchaba el chirriar de sus dientes y el veredicto de las nosecuántas avemarías y los aburridísimos padrenuestros. Alguna vez le pregunté a mi madre si sabía el motivo de que el Padre Fulanito me preguntara “si me tocaba” o “si tenía pensamientos impuros” y ella, muy en su papel de reencarnación virginal de Santa Cecilia, me decía que “eso te lo estás inventando, eres una mentirosa”. Así que, ni tan mal, ya tenía el pecado asignado para el siguiente viernes.
Pero luego cambió mi visión de las cosas sobre la mentira en general y las mentiras domésticas en particular. Si venía una visita a casa me trataban delante de ella como hija modelo e incluso me adornaban con virtudes que, en privado, pertenecían al reino de la ficción. Descubrí ¡que mis padres TAMBIÉN mentían cuando les convenía!
Ahí empecé a comprender que existían mentiras de diferentes tipos: mentiras como pianos, mentiras a secas, mentirijillas y hasta las famosas mentiras piadosas. ¿Pero no era la mentira lo opuesto a LA VERDAD? ¿Acaso no se les llenaba la boca a todos –en el púlpito y en la mesa del comedor hablando de “esa VERDAD” con mayúsculas? No entendía nada y con el paso de los lustros tan sólo he comprendido que cada uno tiene “su verdad”, o como decía Miguel de Unamuno: “La razón es social y la verdad individual”. Más leña al fuego.
Y surgieron mis dudas. “Te quiero” me decía mi primer novio y yo inquiría “¿de verdad?”, porque igual era mentira y me lo decía únicamente para que le dejara meterme mano. “Eres mi mejor amiga”, me decía Paquita y por detrás me llamaba de todo menos guapa… “Sin ti no soy nada” o “Has dado sentido a mi vida” e incluso “Te amo más que a mi vida” también fueron frases mentirosas que escuché en susurros o con Mendelssohn de fondo.
Un buen día –como hace veinte años- decidí que me estaba volviendo loca intentando diferenciar lo que era cierto de lo que era falso, que no podía desarrollar más mi instinto para saber quién tenía intención de engañarme y quién me hablaba sinceramente aunque fuera con “su” verdad, y tuve que tomar una decisión: entre creérmelo todo como una pánfila o no creer nada como una cínica, debo buscar el término medio, el equilibrio y ahí ando todavía… a veces chapoteando en la oscuridad y otras –las menos- con una fuerte luz que todo lo ilumina. Entre los dos extremos pervive el instinto de Homo Sapiens que sigue ayudándonos desde hace 200.000 años. Y que no falte.
Felices los felices.
LaAlquimista
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