Esta mañana he salido escopeteada de la cama, he tenido un sueño raro, de esos que son medio pesadilla y te despiertas de golpe pensando qué demonios habrá en la mente inconsciente para que se representen escenas dignas de una película de terror de serie B. Le he pegado dos bocados a una pera y tres sorbos a un té, el estómago lo tenía medio en huelga, y me he lanzado a la calle vestida de quemar suela de zapatilla.
Al ir a coger el coche he notado que algo no cuadraba en la carrocería además de la docena y media de cagadas de paloma que la decoran; ahí estaba un rasponazo de metro y medio en los bajos del lado izquierdo, bien soportado por el refuerzo metálico embellecedor. Por un instante he mirado al parabrisas, por si el que me había hecho el estropicio me había dejado una notita con su número de teléfono, pero se ve que no tenía papel ni bolígrafo a mano…
Por lo menos el coche, sucio y “decorado”, arranca a la primera como le corresponde a un “FY” que no pasa de los 5.000 kms, así que me he ido a mi lugar ideal de descarga de energías negativas a desparramarlas y que se las llevara el viento.
Mientras camino procuro no pensar en nada concreto, dejar que las piernas marquen el ritmo sin más intención que el de quemar calorías –las que me sobran de la víspera- y respirar a lo bestia por nariz, boca y pulmones, emborrachándome de aire más o menos puro, sintiendo el agua que expele mi piel acumularse entre la camiseta y la sudadera y llegar lo más rápido posible al final del camino para dar la vuelta y volver a empezar, como un hámster sin cerebro pensante. Porque eso es precisamente lo que no quiero hacer: pensar.
Cuando ya no puedo más –que es demasiado pronto, al cabo de cinco o seis kilómetros-, me siento donde puedo al borde del camino y voy abriendo poco a poco las conexiones neuronales que he estado bloqueando con toda la intención posible. Entonces me reseteo, me ubico en el tramo del camino que me llevará de vuelta al coche y ya con el paso pausado de mujer mayor que se apoya en un bastón (de monte, de marcha nórdica o del tipo que sea) me preparo para meterme en la piel de todos los días.
Lo que me duele por dentro ha aflojado un poco el nudo corredizo y –como si le hubiera puesto un parche de morfina emocional- me devuelve al lugar de donde saco las fuerzas para vivir cada día de la mejor manera que sé hacerlo.
Aparco el coche junto a mi casa pero busco un lugar que no sea en batería, para evitarle molestias a quien estacione a mi lado y no se vea obligado a rallar mi costado con su parachoques, tampoco me gusta molestar si puedo evitarlo.
De repente me pasa rozando la cabeza una lata de cerveza que alguien ha arrojado desde un balcón; afortunadamente está vacía. Me protejo bajo los arkupes (arcos) alejándome de la trayectoria del francotirador. Recupero el aliento después del susto y doy gracias a los dioses antiguos y modernos porque no me ha dado en plena cabeza y por vivir en una ciudad amable y civilizada. Al final, he tenido buena suerte.
Felices los felices.
LaAlquimista
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