Es curioso cómo va una cambiando con el paso del tiempo,  pienso que las personas somos como las modas, cíclicas e inconstantes, porque lo que en una época de la vida nos ha parecido lo más correcto –e incluso hemos luchado por ello-al cabo de unas cuantas ‘temporadas’ lo encontramos   francamente ‘demodé’.

 Así ocurre que si durante una parte de la vida, aquella en la que el aprendizaje se imponía furiosamente sobre cualquier teoría aprendida con anterioridad, las energías se concentraban en intentar armonizar lo que se sentía con lo que se pensaba, ahora, ya en otro ‘tempo vital’, se constata que aquellas batallas duramente peleadas se han diluido en una especie de neblina sin que hayan producido ningún rédito.

Ahora es el tiempo en el que con abrumadora insistencia percibo que ‘me dan la razón’; es decir, atrás quedó la pelea existencial, la lucha dialéctica, el encuentro y el desencuentro con la excitación de saberse viva en la palestra. Ahora, y cada vez con más y abrumadora frecuencia, me toca escuchar esta frase; ‘pues sí, tienes toda la razón del mundo’. Y no me gusta nada – pensar que hace unos años me jugaba los higadillos porque me la dieran – ahora que la ponen a mis pies, que me la ofrecen, ya no la quiero, ahora odio lo que antes amaba.

Por supuesto que soy consciente de que esta situación se da en todo ser humano y es, ni más ni menos, porque hemos aprendido a ‘aflojar’ y a ser más tolerantes o simplemente que hemos cambiado sabiamente nuestras prioridades vitales. O acaso sea que ya nos estamos haciendo viejos y la flacidez generalizada alcanza también a la mente.

He querido hacer una lista con las cosas por las que todavía tengo que pelear, para espabilar y no quedarme en el banquillo el próximo partido, pero no me sale, no he sido capaz (y mira que me gusta a mí hacer listas de lo que sea). Tengo todas las batallas perdidas de antemano porque sé que voy a desertar. O mejor aún: daré la cara y me declararé insumisa y que me pongan una multa o me manden castigada al rincón de pensar. Porque hay demasiados sueños que se me han diluido como la tinta regada con lágrimas en una carta de amor de aquellas que seguramente escribí hace ya muchos años.

La vida nos zarandea tanto, pero tanto, que ya no hay fuerza más que para la aceptación, erradicada la queja al agujero oscuro de la impotencia. Aceptar que no nos han salido las cosas tal y como las imaginábamos, que lo hemos hecho lo mejor posible y que ya no queda más que el premio de consolación de saber que teníamos razón. Algo es algo.

Felices los felices.

LaAlquimista

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